Es una de esas frases letales de Frank Zappa: «la mayoría del periodismo de rock consiste en gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer».
Brutal ¿verdad? Pero eviten tomárselo al pie de la letra: el Tío Frank era elocuente pero no necesariamente consecuente en sus actos. No teman: dejamos la desmitificación de Zappa para mejor ocasión. Confieso que, cuando comencé a escribir sobre música, rechazaba realizar entrevistas: me barruntaba que se hacían demasiadas y se profundizaba poco. Rompí mi promesa precisamente en Radio Castilla. Lole y Manuel actuaban en Burgos y se palpaba el misterio respecto a aquella pareja flamenca de aires hippies. Así que conversé durante una hora con Manuel Molina y resultó instructiva, aunque hubo que usar el sacacorchos para que reconociera alguna aportación de su mujer, Lole Montoya. Después de la emisión, transcribí la charla, adecenté el texto y se publicó en una doble página en Disco Expres.
«Esto está chupado», pensé. Lo cierto es que, según me profesionalizaba, me encargaban muchas entrevistas. Generalmente, los grupos españoles querían contar cosas y se mostraban impetuosos. Nacha Pop arremetía contra su sello, Hispavox. La pegamoide Ana Curra me detallaba los chanchullos entre discográficas y radio fórmulas para repartirse los derechos editoriales de sus canciones: «al final me llega un 25 %». A la pobre le cayó la del pulpo.
Le cogí gusto al asunto. No presentaba problemas entrevistar a Joaquín Sabina en su buena época: practicaba el strip tease vital y no paraba de dar titulares. Más peliagudo era extraer algo fresco a perros viejos como Joan Manuel Serrat o Paco de Lucía, decididos a proteger su imagen pública. Pero, estudiando a fondo sus biografías y dosificando la impertinencia en el cuestionario, conseguí que salieran a la luz reflexiones, anécdotas, historias sabrosas que, yo creo, les humanizaban. Tanto que algún manager me abroncó.
Los encuentros con grupos foráneos resultaban más inciertos. Aprendí lo que había de verdad en los tópicos: que los ingleses se podían mostrar groseros, mientras escoceses e irlandeses se esforzaban en conectar con los plumillas españoles. Los estadunidenses eran muy profesionales y cumplían con el ritual. Aunque recuerdo como una pesadilla la cita con los californianos de Van Halen, triunfal grupo de rock duro. Alguien eligió la peor colocación posible: los cuatro sentados en un sofá y el periodista enfrente, como si fuera el examinando. Se dedicaron a chotearse de mis preguntas y soltar disparates. Cuando terminó el tormento, se fueron entre carcajadas. Pero el cantante, David Lee Roth, se volvió y me susurró en español: «perdónales, son un poco idiotas». Poco tiempo después, supe que le echaron del grupo.
Había un plus cuando se trataba de figuras extranjeras potentes. Si el motivo era un gran lanzamiento, te organizaban un encuentro en su país. Había de dos tipos: o te escoltaba alguien de la discográfica española o ibas en solitario. En la segunda opción, siempre surgían problemas. Llegabas a Atlanta (Georgia) y te comunicaban que el objeto de tus deseos, Lou Reed, no quería ver a nadie. Tras varias llamadas intercontinentales, accedía finalmente a recibirte. Y hasta le disculpabas: estaba intentando dejar de fumar y se subía por las paredes.
Eh, no me quejo. El bueno de Elíades Ochoa te enseñaba lugares secretos de Santiago de Cuba. Volabas a Nueva Orleans para encontrarte con Willy DeVille y el tipo ejercía de buen anfitrión, llevándote a deliciosos restaurantes de comida criolla y cajun. De la mano de Julieta Venegas recorrías el (peligroso) norte de México con la curiosidad de los inocentes. Obvio que, adobadas con pinceladas de reportaje, esas entrevistas quedaban pintonas. Sin embargo, lo habitual era encontrarte en un hotel de lujo, parte de una larga cola de suplicantes, esperando tu turno para hablar, digamos, con Madonna. Paulatinamente, se te quitaban las ilusiones: ¿cómo demonios sacar algo auténtico de alguien al que ha pasado por ese proceso mil veces, que tiene una respuesta automática para cada cuestión? Más aún, cuando la duración habitual –una hora- se quedaba reducida a 30 minutos.
Pero podían ser más tacaños aún: en el mundo del cine, la estrella te concedía 10-12 minutos, entre un sequito de guardaespaldas, ayudantes, publicistas que te vigilaban como halcones. De hecho, también empeoró en el negocio musical. Cuando llegaron las vacas flacas, los viajes escasearon: el formato usual pasó a ser la llamada telefónica, breve y aséptica. Si el artista vivía en Estados Unidos, el contacto llegaba cuando en España ya era de noche. Se me llevan los demonios recordando que en tan penosas condiciones tuve a Bruce Springsteen, Neil Young, Yoko Ono…
Así que he ido renunciando a las entrevistas. Prefiero que las hagan gentes que todavía se hacen ilusiones por Conocer La Verdad de los famosos. Estaré feliz de leer los resultados.