Habitualmente, cuando conversas con una figura, tienes la tranquilidad de que el entrevistado se concentra en ti, fingiendo que tus preguntas son interesantísimas aunque las haya escuchado mil veces. No ocurría así con Compay Segundo, nombre artístico de Francisco Repilado (1907-2003), que respondía de aquella manera mientras los ojos se le iban detrás de cada mujer que estuviera en los alrededores.
No siempre fue así. Le conocí en 1995, en la casa de verano de Pablo Milanés, en Varadero. El cantautor quería poner en valor a los viejos soneros y montó un guateque, en el sentido caribeño del término. Allí estaba un Compay muy modosito, con la que supongo era su esposa. Le eclipsaba otro invitado algunos años menor, un guitarrista ecléctico llamado Octavio Sánchez Cotán.
Cotán y Compay aterrizaron unos meses después en Madrid. Fue un viaje decisivo para ambos. El efervescente Cotán enfermó, fue ingresado en La Paz y al poco falleció en La Habana. Y Compay subió a la rampa que le colocaría en el estrellato mundial. Con sus Muchachos, Compay ya había visitado Canarias y la península, tocando en un circuito ínfimo. En esta ocasión, en Madrid se alojaban en una pensión muy modesta y racaneaban en comida para llevar algo más de dinero a Cuba. Enterado de su situación, Santiago Auserón, ex Radio Futura, les buscó mejor alojamiento y les proporcionó ropa de invierno.
Auserón supo ver que allí había un tesoro por explotar. Aunque no había sido el cantante principal en el dúo Los Compadres (de ahí el apelativo de Compay Segundo), Repilado tenía una voz sabrosa y un sonido punzante cuando pulsaba su armónico, un instrumento mestizo entre guitarra y el tres. Dominaba un repertorio amplio y profundo, que incluía tremendos temas propios. Santiago, sumergido en la cultura cubana, se empeñó en grabar a Compay con calma y en un buen estudio. Debió usar todo su poder de convicción para lograr que Warner le contratara: era toda una herejía fichar a un octogenario. Así surgió la Antología, un disco doble que fascinó a los oyentes curiosos. Entre ellos, un celebrado guitarrista californiano, Ry Cooder, de paso por Madrid. En el espíritu del fair play, Santiago le pasó el contacto de Compay. Y Cooder usó su sentido del marketing para montar Buena Vista Social Club y convertir 'Chan Chan' en fenómeno mundial.
El éxito sacó a la superficie otra faceta de Repilado, que seguramente estuvo allí desde siempre: la de donjuán. Vamos a decirlo finamente: echaba las redes a toda fémina que se le acercaba. Aclaremos: nada de acoso, Compay iba de tenorio. Aun así, pude asistir a momentos embarazosos: durante una comida protocolaria del festival La Mar de Músicas, se empeñó en conquistar a la anfitriona, la alcaldesa de Cartagena, literalmente abrumada por los boleros que Compay obligó a que otra gloria del Oriente cubano, Elíades Ochoa, cantara a la regidora. Y no se daba por vencido fácilmente: en circunstancias más íntimas, si era rechazado, llamaba la atención a su tumescencia y solicitaba alivio.
Sus poderes amatorios llegaron incluso a los oídos de Manuel Vázquez Montalbán, cuando preparaba su libro Y Dios entró en La Habana, crónica de la visita de Juan Pablo II en 1998. El escritor no llegó a conversar con Fidel Castro pero sí con Compay, que compartió algunos secretos sexuales, incluyendo la receta del «sopón de carnero», que le había permitido «llegar a los noventa años haciendo feliz cada día, incluso a altas horas de la madrugada» a sus diversas conquistas.
Entrevistar a Compay, con tanta vida y tanta picardía, era un placer… si no había seducción a la vista. Era capaz de desmontar un Cohiba para demostrarte cómo se enrollaba un puro habano. Compartía mil y una historias, no tan lejanas de las de Scheherezade. Pero había puntos ciegos. Así, se negaba a explicar cómo terminó durante unos años como «trabajador internacionalista» -exactamente ¿qué demonios hacía?- en la China comunista. Sospecho que su reticencia no obedecía a un problema político: la mayoría de los viejitos del son oriental se manifestaban castristas convencidos. Se me quedó sin contestación la duda obvia: ¿de qué manera se las arreglaba aquel sátiro risueño en una sociedad tan puritana como era la China maoísta?