Vaya mensaje potente el de Úrsula Corberó el otro día en los Ondas. En su discurso por el que es su primer premio de interpretación habló sobre poner límites, comunicar las necesidades propias y quererse una. Con solo una chavala, qué digo chavala, con solo una persona de cualquier edad que haya visto a Corberó incluirse también a sí misma en los agradecimientos y haya tomado nota de lo que dijo, ya habrá conseguido algo muy potente, probablemente sin pretenderlo. Porque no es tan fácil tenerlo claro y, visto lo visto, explicarlo. Que se lo digan a quienes se dedican día tras día a intentar transmitir la importancia del respeto mutuo en las relaciones con los demás. Hablo de las de pareja, pero también vale para todas nuestras relaciones con el prójimo, presenciales y virtuales, que no hay más que ver cómo está el patio de crispado y faltón.
Imagínense acudir a un auditorio lleno de preadolescentes a explicarles lo que es el consentimiento, cuando puede que la única noción que tienen del sexo la hayan obtenido de vídeos pornográficos, muchos realmente violentos, a los que algunos tienen libre acceso desde la tierna edad de 8 años.
El asunto de la educación emocional de niños y niñas no es un problema exclusivo de la sociedad española -ahí está Italia, por ejemplo, intentando limitar que los menores puedan llegar a ese tipo de contenidos- ni debería depender solamente de educadores, conferenciantes ocasionales o de campañas de la administración. Ni de presentadores o tiktokers, por muy bienintencionados que puedan ser, que seguro que los hay. Decía Bob Pop hace ya unos años que quizá el problema es que hay muchos influencers y pocos referentes. O igual es que, simplemente, confundimos a unos con otros y así nos va.