Hace unos años -no muchos- la longeva serie Anatomía de Grey dedicó uno de sus capítulos a mostrar el protocolo que se sigue en los hospitales para atender a una víctima de violación. En una escena especialmente emocionante, decenas de mujeres se situaban a cada lado de un pasillo para arropar a la mujer y evitar que tuviera que ver a nadie más de camino al quirófano. La historia se inspiró en un caso real y en aquella secuencia, según contaron después desde la productora, quisieron estar presentes la mayoría de las mujeres que trabajaban en la serie, muchas de ellas profesionales habitualmente alejadas de las cámaras, como guionistas o maquilladoras.
Aquel capítulo ponía sobre la mesa, entre otras cuestiones, la necesidad de adaptar el abordaje de una situación así a las necesidades y situación de cada víctima de violencia sexual, a la que en no pocas veces asaltan dudas sobre su propio comportamiento frente a su agresor. No hay que hacer mucha memoria para recordar intentos de linchamiento o descrédito de mujeres que han sufrido este tipo de delitos, así que cualquiera puede entender lo difícil que es dar el paso para denunciar.
Llevamos días viendo en todos los medios de comunicación el rostro de Gisèle, la mujer que ha querido que el juicio por su terrible caso -el calificativo se queda corto- fuera público, para que sus más de 50 violadores, el primero su marido, quedaran al descubierto y la vergüenza pasara de la víctima a sus verdugos. La vemos a ella y, sin embargo, hemos visto pocas imágenes de las caras de ellos. Incluso después de que su marido haya admitido que la drogaba para ofrecerla después como mercancía sexual, Gisèle ha tenido que escuchar a algún abogado insinuando que ella cooperó con aquello.
El otro día, tras una de las sesiones, un grupo de personas, la mayoría mujeres, la esperaron a la salida del juzgado para darle las gracias, aplaudirla, arroparla. La vergüenza aún no ha cambiado de bando, pero si alguna vez lo hace, será en parte gracias a ella.