Si es de los que ahora mismo ha metido unos buñuelos al horno, ha encargado en la pastelería huesos de santo y pretende llevar dos toneladas de flores a sus difuntos, que sepa que está en minoría absoluta. Desde hace años ganaron los de la calabaza, los que se disfrazan de personajes de película de terror y piden caramelos con una frase de difícil comprensión: «truco o trato».
Lo nunca visto de ese tsunami otoñal llamado Halloween es que en los colegios católicos permitan llevar a los niños un motivo naranja. Eso sí, pequeño, algo discreto. No me vengas vestido de esqueleto, que al final me llaman al orden de la Conferencia Episcopal. A mi juicio, es la forma en la que los no anglosajones hemos terminado de hincar la rodilla ante las costumbres extranjeras. Se veía venir desde que Papá Noel entraba cada 24 de diciembre por nuestras chimeneas. Sobre todo desde que le empezamos a llamar Santa Klaus.
Llega a partir de ahora un calendario lleno de anglicismos. Black Friday, Blue Monday, Merry Christmas... Bendita globalización. Hemos aceptado sin rechistar conceptos extranjeros mientras aparcamos con disimulo tradiciones propias. Tal vez más aburridas, seguro. Pero opino que habría sido más fácil darles una vuelta, pensarlas de otra manera, que adoptar costumbres muy alejadas de nuestra forma de ver la vida.
Y esto no ha hecho más que empezar. Entreguen las armas, fundamentalistas del santoral. Los brunch cada vez están más extendidos. Lo siguiente será salir del trabajo a las 12 para tomar una sopa de zanahoria en la cafetería de la esquina. Cenaremos a las 8 de la tarde, celebraremos Acción de Gracias y cantaremos Sweet Caroline en karaokes. Los Nikis se equivocaron en el vaticinio de su satírica canción de los 80. Ni en Las Vegas se ha cambiado el blackjack por el cinquillo, ni la moda es el rojo y el amarillo.