Desde niños tenemos en la mirada un brillo especial, que se alimenta de los sueños y se intensifica con la curiosidad. El paso del tiempo es el encargado de moldearlo con sus enseñanzas, de mostrarnos a buscar nuestro propio camino para alcanzar esos sueños que a veces parecen tan lejanos. Las experiencias de la vida son la manera que tiene de decirnos cuál es nuestro camino y de hacernos entender que si queremos algo, debemos de luchar por ello, sin importar si ese sueño es único, diferente o lejano.
Cada sueño, cada camino y cada persona son diferentes. Incluso dentro de una misma persona, durante las etapas de su vida, puede tener diferentes objetivos. Y es que somos resultado de miles de historias que sucedieron y de cómo aprendimos de ellas. Sin embargo, todos compartimos un elemento común: ese brillo en los ojos. Esa vocación que saca nuestra mejor versión y que perseguimos cada día, símbolo de los sueños de nuestro niño interior. Vocación que nace de la ilusión.
Sin embargo, si no se trata correctamente, este brillo puede acabar por ocultarse de tal forma que permanezca invisible incluso para nosotros mismos. No es un punto sin retorno, ya que con tiempo, respeto y compromiso se puede hacer que esos sueños vuelvan y permanezcan, haciéndonos sentir más fuertes que nunca para alcanzarlos. Hay que hacer ver desde edades tempranas que no hay límites económicos, sociales, culturales o de género para alcanzar nuestros sueños, porque ninguna estrella está demasiado lejos si quieres luchar por ella. Es esencial el apoyo en esos momentos y afortunadamente soy testigo de cómo pequeños gestos diarios de familiares, amigos, profesores, instituciones, empresas o programas como STEM Talent Girl tienen una repercusión inconmensurable en la historia de jóvenes que cada día construyen sus propios sueños.