Acabamos de terminar hace pocos días el Black Friday, la fiesta del consumismo importada de EEUU. Es evidente que desde hace bastante tiempo cualquier festividad o celebración se nos empaqueta en el envoltorio de comprar y comprar, lo que sea. En navidades el consumo tiene una vertiente menos personal, puesto que no lo enfocamos tanto en consumir para uno mismo, que también, sino que de alguna forma tratamos de corresponder, compensar o tener ese detalle con quienes aún tenemos cerca de nosotros. Normalmente siempre tratamos de indagar en sus deseos de posesión. Qué nos ha contado que le gustaría tener y no tiene, y que nosotros podamos pagar o adquirir para regalárselo. Nos olvidamos, como casi siempre, de analizar varias cuestiones.
En primer lugar, que los recursos naturales de los que se obtienen los materiales son limitados, que las materias primas están, a veces, a muchos kilómetros de distancia y que la manufacturación y el transporte generan unos consumos de energía y unos impactos a veces irreversibles al planeta.
Pero por ello no hay porqué dejar de regalar cosas a la gente que queremos. Cuando está aún en mente la tragedia de Valencia, debemos pensar que, para ellos y para nosotros, el mejor regalo es que podamos estar vivos, juntos y compartir. Además, de ser y estar, podemos regalar emociones. Esos regalos que están cerca y no son tan materiales, como estancias en casas rurales, spas, belleza, gimnasio, conciertos, libros, visitas culturales, alimentación y restauración local, artesanía, etc. Bienes de consumo detrás de los que hay una economía cercana y a la que podemos y debemos ayudar también. A nadie le amarga un dulce, ni un buen jamón, un buen vino o un concierto de su artista favorito en un festival a la puerta de casa.
Regalar y compartir emociones es siempre el regalo más sostenible para celebrar que seguimos juntos.