Si la vida fuera como en las series que una ve, pensaría que el día a día de una abogada es tan apasionante como la de Diane Lockhart en The Good Fight, que todas las cocinas son una locura parecida a la del restaurante de The Bear, las comisarías tan entretenidas como aquella de Castle y la detective Beckett, las redacciones como la del añorado Lou Grant o todos los deportistas gente tan estupenda como los integrantes del Richmond, el equipo de fútbol de la Premier League que entrena Ted Lasso, una serie que ya he mencionado en esta columna alguna vez; hombres intentando superar sus miedos y complejos, aprendiendo en el día a día a ser mejores e intentando dejar una huella positiva. Aquí va un spoiler sin demasiada importancia para la trama: hay uno que incluso renuncia a un contrato publicitario porque la empresa en cuestión forma parte de un conglomerado aún mayor que destroza los recursos naturales de su país. Pero la vida no es como en las series ni los personajes públicos son, ni tienen la obligación de ser, faltaría más, ejemplo de nada.
Es de suponer que, antes de que aceptara ser embajador del tenis en Arabia Saudí, el mismo Rafael Nadal o alguien de su entorno habrá pensado en el efecto que tendría en la opinión pública que le vean asociado a un país en el que no se respetan derechos fundamentales como la libertad de expresión, donde las mujeres son ciudadanas de tercera y los homosexuales están amenazados. Razones que, por lo visto, no habrán pesado suficiente en su balanza a la hora de tomar la decisión. Es preferible, eso sí, que no trate de explicarlo, como en su día el expresidente de la Federación de Fútbol defendió que se celebrara también allí la Supercopa, que hasta intentó venderlo como una obligación moral para luchar contra las desigualdades. A esto, en las series sobre política, lo llamarían una crisis de reputación. En la vida real, pasará algo dentro de dos días y esto, como lo de la final del pasado domingo, habrá pasado a integrar la normalidad.