Mi infancia son recuerdos de Sama de Langreo, de una casa con huerta, muy cerca de una mina. Así podría comenzar mi historia emulando, con admiración y respeto, los primeros versos de Retrato de Antonio Machado. En mi huerto familiar no maduraba el limonero ni era clara la cuenca minera asturiana donde nací y crecí. Pero yo recuerdo como el paraíso aquel paisaje negro por el carbón y gris por la lluvia, entre montes siempre verdes. Desde entonces estos son para mí los colores de la felicidad y me producen, igual que un pozo minero o el olor de una fábrica, una emoción profunda.
Acudo a otro poeta, Rainer Maria Rilke, para una cita hermosa, la infancia es la patria del hombre, que glosa la fuerza de nuestras raíces y de los cimientos construidos en la primera infancia. Allí siempre hay un nido, aunque volemos pronto, donde se forjó nuestra identidad para enfrentar la vida. Cuántas lecciones aprendí yo en Langreo, bastión de una izquierda histórica y combativa que reclamaba la libertad, la educación y una cultura viva y crítica que me nutrió. Pero nada perviviría sin aquella familia feliz que me dejó para siempre un granero de amor y aliento. La cocina de mi casa es mi verdadera patria.
Sucede, sin embargo, que no siempre hay infancia, ni patria, algo que no debemos olvidar los de la buena estrella. Un tema oscuro y a menudo silenciado porque la infancia, como otras cosas, ha sido idealizada. Los niños desgraciados comenzaron a aparecer en las novelas de Dickens, pero en la vida real tardaron mucho más en contarse, y más aún en denunciarse, tantas infancias marcadas por el abuso, el maltrato o el abandono. Impresiona la cantidad de autobiografías donde se describe la infancia como un infierno, con independencia de la clase social
He pensado estos días qué sentirán los niños de Gaza, de Ucrania, de tantos países destruidos; y trato de recordar las historias que contaron personas con infancias devastadas por la guerra, la desgracia o la pobreza extrema. Muchas de ellos -no todas- fueron capaces de encontrar horizontes y brújula en otros paisajes y otros paisanajes. Cuánto reconfortan estos relatos.
Pero esta tarde (la del 5 de enero) nos espera la experiencia infantil más hermosa y alegre del año, esa muchedumbre ruidosa, alborotada y feliz esperando la Cabalgata entre empujones y risas. Contagian tanta ilusión que yo sigo dejando a los Reyes la zapatilla. Y siempre cae algo.