Supongo que a casi todo el mundo, y más a partir de cierta edad, la memoria le traiciona con una mezcla de recuerdos, conversaciones y sensaciones. Muchas veces una entrelaza fechas y diálogos, confunde viajes o con quién compartió esa o aquella cena y, lo que nunca hasta ahora: olvida el nombre de actores o películas. Soy consciente de que me hace perder puntos entre mis colegas, que siempre presumían de que podían recurrir a mí en lugar de a Google para consultar estas cosas tan triviales. Sin embargo, hay cosas que es más complicado borrar: se quedan en la piel, como un tatuaje, pero de los que una sabe que no va a querer deshacerse. Por ejemplo, recuerdo nítidamente que el primer abrazo tras lo peor de la pandemia -de los de verdad, de los que te levantan incluso un poquito del suelo- me lo dio Noe en la puerta de su bar La Cuca, y aún conservo la sensación de a quién me trasladó aquel achuchón que me pilló casi por sorpresa y me emocionó bastante.
Me llevó a Jorge, claro. A Jorge Villalmanzo; quien le abrazó alguna vez lo sabe. Y precisamente hoy se cumplen doce años de un día que comenzó como cualquier otro y cuando terminó no lo era; era el día en el que se había muerto Jorge. El protagonista y narrador de La luz difícil, un precioso libro de Tomás González, relata con una sensibilidad extrema uno de los momentos más difíciles de su vida, el de la pérdida de un hijo. En uno de los capítulos, ya en un presente de vejez, reconoce que hay lugares a los que no volverá, situaciones que no vivirá de nuevo y enumera todo lo que sí recordará de las personas a las que ha querido. Esas cosas que, por un motivo u otro, se han quedado impresas en su memoria. Una sonrisa, unos ojos perspicaces, unos dedos huesudos, una carcajada espontánea. O un abrazo poderoso y sincero. No es poca cosa que te vayan a recordar siempre por un abrazo.