La vida de un fumador se mide en las veces que ha dicho que 'éste' será el último cigarro. Hasta los más convencidos de que su adicción es deseada -malditos negacionistas-, tuvieron un momento de flaqueza en unas anginas mal curadas, un dolor en el pecho que hacía presagiar el peor de sus presagios o, incluso en el génesis de su aventura tabacalera, la certeza de que el sabor de la primera bocanada de aire no merecía una reiteración. Digamos que hay que dejarlo muchas veces antes de dejarlo.
Yo tuve una época muy constante de mi vida en que pasé más tiempo buscando excusas para coger un cigarro que para dejarlo. Por si fuera poco obtuve la complicidad de uno de mis mejores amigos en lo que fue la mayor aventura de nuestras vidas: cómo no reconocer que no teníamos ninguna intención de desintoxicarnos. Empezamos fuerte. Sólo uno al día. Radical pero no traumático. Pronto nos dimos cuenta de que había que triplicar la dosis porque había tres comidas diarias y el de después siempre sabía a gloria. Con el café de media tarde, al menos un par debíamos concedernos, si no aquello no pasaba. Empezaba a hacer bueno y la cerveza en una terraza no sabía igual sin un pitillo. Salir de copas no contaba, era como tener la estrella del Super Mario Bros.
Hubo una tarde que nos fuimos de casa los dos solos, después de habernos fumado media cajetilla cada uno, y nos sentamos en una terraza en silencio. Pedimos una cerveza. Puede que dos. Seguramente seis. «¿Me das un 'piti'?», me dijo mi colega en un momento dado. Fui a echar mano de mi tabaco y allí no quedaba nada. Con total naturalidad, nos levantamos, compramos una de Marlboro cada uno y volvimos a la mesa. Con la séptima caña tuvimos un momento de lucidez. Estábamos abrazando el alcoholismo por no reconocer que fumábamos. Al final lo dejamos. De intentarlo, digo.