Desde sus primeros tiempos se conoce a la universidad como alma mater. No en vano es este el lema de la primera universidad creada en el mundo occidental, cual es la Universidad de Bolonia (1088) y así Alma Mater Studiorium. Se considera desde entonces a la universidad como madre nutricia y, en suma, institución proveedora de alimento intelectual.
De este modo lo recordaba ya en última tribuna dedicada a la defensa de la universidad pública, sorpassada por la universidad privada, pudiendo así dar por zanjado el tema. Sin embargo, las últimas noticias sobre las universidades públicas madrileñas me obligan a continuar aquí el debate sobre el modelo de universidad que queremos y si ciertamente el modelo de universidad pública se encuentra en cuestión dado su potencial abandono, cosa que en absoluto desearía, siquiera por la parte que me toca.
En efecto, la penuria financiera que amenaza a las hoy seis universidades públicas madrileñas incide en importantes partidas presupuestarias como es el caso del profesorado, también afectado por el envejecimiento que rodea a gran parte de la academia española y no sólo a la establecida en la capital. Dicho sea de paso, se anunciaron en su día por gobiernos estatal y autonómicos (también el nuestro) interesantes medidas para la atracción de profesorado joven como, por ejemplo, el famoso Plan Integra, o el actual María Goyri, lanzado por el gobierno estatal, con propuesta de contratación de 5.600 profesores/as en universidades públicas españolas, aún pendiente de ejecución en gran parte del territorio nacional mediante la firma del oportuno convenio con el gobierno regional.
¿Vamos a renunciar a mil años de historia? No. Es pues momento de lanzar el salvavidas a la universidad pública sin que por ello le sea ajeno un examen de conciencia por parte de todos y todas, también profesorado y dirigentes. Si, como advertía el mes pasado, el sello distintivo de la universidad es la investigación habrá que cuidar ésta como encargo prioritario de la sociedad. En cambio, y por ejemplo, no deja de ser llamativo que centros de investigación de reconocido prestigio en nuestro país e incluso región no estén adscritos a la universidad pública más allá de su colaboración, como sí lo están en otros países del entorno.
Si creemos en la universidad pública como ascensor social en defensa de igualdad de oportunidades para estudiantes, cuidémosla con cariño y atención, pero también con firmeza en exigencia de sus deberes y responsabilidades. Inútil decir la necesidad de proceder a una financiación adecuada de la misma pero también a una renovación de su papel así como contenidos en aras de un mayor dinamismo y consonancia con el devenir de los tiempos. Ello quizás también obligaría a la revisión del propio mecanismo de financiación de las universidades públicas como también ha ocurrido en otros países del entorno, en mayor sintonía con su aportación a la sociedad.
En conclusión, la universidad pública no puede servir a sus propios intereses sino a los de la colectividad (universitas); universidad pública como res pública y no res privata. Pues bien, entonces, salvemus publicae universitatis.