Hay hechos que marcan simbólicamente un antes y un después. Hace unas semanas, la portada de este periódico anunciaba el cierre de un sitio emblemático, un punto de encuentro de esos a los que se puede atribuir el adjetivo de 'generacional', un lugar al que la tradición le otorgaba un aura de eternidad; quizá fuera porque cuando yo nací el bar 'Mayoral (Hijo)' ya estaba allí, y desde entonces, ha permanecido casi inalterable y sin apenas cambios hasta el día de hoy. El caso es que el día que su dueño, heredero de una familia de hosteleros que desde los años 50 han regentado el negocio, gire la llave, cerrará algo más que una puerta. El barrio de Vadillos, tal y cómo yo lo conocí, será ya solo un recuerdo.
Sus pinchos, capataces (con o sin guindilla), huevos rellenos y un largo etcétera, la suerte que de manera casi habitual repartía por Navidad a través de su lotería o los premios que recayeron en alguno de los clientes que echaban allí sus quinielas y primitivas (hubo uno de casi doscientos millones de pesetas de las de hace treinta y tantos años) unidos a esa esencia de mitad del siglo pasado que emanaba del local, atraían a personas de toda la ciudad. La vida bullía con intensidad en aquella zona de Burgos con sus bares a pleno rendimiento (el Sán-Fer, el Ortega, la Jarrilla, el Jamaica, el Sedano…) rodeados de comercios de todo tipo (desde una lechería hasta una fábrica de patatas fritas, pasando por un gimnasio en el que se impartían clases de artes marciales ¡en los años 70!); y, cómo no, de una parroquia, La Anunciación, que destacaba por la gran cantidad de fieles que acogía y su ingente actividad juvenil.
Quizá fuera ese el principal atractivo de aquellas céntricas calles, la convivencia entre niños, jóvenes, adultos y abuelos, una unión de generaciones como las que regentaron el bar Mayoral. El viejo barrio de Vadillos, aquel en el que pasé la mayor parte de mi vida con mi familia y amigos, también echa el cierre de manera metafórica, pero nadie podrá nunca borrarlo de mi memoria allá dónde vaya.