La plaza de San Pedro de la Fuente ya se llama así oficialmente y está muy bien que así sea, porque a estas alturas seguro que la vecindad ya estaba denominándola de la manera en que se suelen hacer estas cosas, que es asimilando el nombre de algo cercano: el colegio, un bar, un supermercado, la calle de al lado o mucho mejor, un mote imaginativo.
Cuando yo era pequeña ese barrio estaba aún por rematar -Fuentecillas era más un paseo que un barrio en proyecto- y a la carretera que rodeaba lo que todavía era una campa, a falta de nombre, la llamaban la M-30. Una vez una señora llamó a la radio para quejarse de que las piedras del suelo de la plaza tienen los bordes muy afilados y que los chavales que se caían se hacían trizas las rodillas. La plaza del Sílex, pensé yo. Como nombre, habría molado.
Con la de tiempo que puede llegar a pasar en esta ciudad hasta que se solucionan temas aparentemente fáciles, no es de extrañar que se eternicen imágenes como, por poner un par de ejemplos, la de un abandonado edificio Campo en plena Plaza Mayor, que por su altura no pasa desapercibido, o la del solar de la Plaza de Vega, que condiciona la visión de uno de los lugares más céntricos de la ciudad y que es una de las primeras impresiones (aclaro, no es bonita) que obtienen muchos viajeros que vienen o se van de Burgos. Tampoco es que este espacio esté viviendo sus mejores tiempos.
Una piensa en una plaza como en un lugar de estancia y convivencia, y poca gente para junto a la estatua del policía local -sí, las estatuas de bronce que surgieron como setas durante unos años en esta ciudad dan para otra columna- y al otro lado, una montonera de contenedores y la entrada del aparcamiento tampoco resultan precisamente acogedoras. En las ilustraciones de los libros infantiles quedan bonitas y sencillas: plazas con árboles que dan sombra, unos bancos, quizá una fuente. La realidad, muchas veces, es otra cosa.