En mi casa cada año con las uvas siempre se termina con una cantinela respecto a lo que deparará el porvenir: que si los terminados en siete traen enfermedades, los impares no gustan y que los bisiestos, menos. Sucede lo mismo en la lotería: números que traen mala suerte, gustos personales difíciles de entender y la costumbre de coger los billetes del día de la boda de una de las nietas.

Tradiciones a las que guardo cariño pero que no practico o que directamente invento y adapto según mi propio beneficio. Por ello confesaré en tinta algo que rompería con estos acuerdos no escritos: me encantan los años bisiestos y hoy, especialmente.

Hay un concepto en redes sociales que me entusiasma: Girl maths (o 'matemáticas de chicas'). Es toda una corriente de pensamiento que les hará o perder la cabeza o entender las mentes de sus hijas. Un ejemplo práctico: si compras un pantalón por 20 euros y lo devuelves, has ganado esos 20 euros, no te has quedado igual; o si pagas en efectivo en realidad es gratis porque no afecta a tu cuenta bancaria. Les ánimo a sacar este tema de conversación en la mesa con las juventudes de su casa, porque la sorpresa está garantizada.

Siguiendo esta lógica aplastante, el 29 de febrero es un día extra que la vida nos regala y del que hay que sacar partido. Cada cuatro años nos dan un bonus, como el mes en el que te pagan los días que no te has cogido libres en el trabajo. No es un regalo, pero lo acoges como tal y te lo gastas esa tarde en un capricho sin ser consciente de que algo te ha costado.

Así vivo el 29 de febrero, como si por arte de magia se hubiese abierto un portal alternativo en el que ni el dinero ni las horas valen lo mismo y que sólo me incita a vivirlo al máximo, quizás como debería vivir el resto de días: sintiendo que cada minuto se me va de las manos y que no hay gasto mal invertido. Quizás, más inocente de lo habitual y olvidándome de los dolores diarios, aunque sea sólo una vez cada cuatro años.