Esta provincia pasa en verano (fugazmente) de desierto a resort turístico. Y ahí suceden algunas cosas de las que, tal vez, se podría aprender algo.
«El hombre moderno vive ajeno a esas sensaciones inscritas en lo profundo de nuestra biología y que sustentan el placer de salir al campo», decía Delibes. Y eso es exactamente estar plantado en la naturaleza, un placer, una sensación más allá de lo racional, una conexión que si se experimenta lo atraviesa a uno, un chutazo de energía... Y así podríamos estar hasta mañana.
Y ese anclaje con lo más profundo de nuestra esencia, como explicaba Delibes, está desapareciendo, muchos ya viven (si eso es vivir) ajenos a él. Si, por ejemplo, se acerca uno a Burgos en coche desde Madrid, a la altura más o menos del centro comercial de la entrada se divisa la ciudad un poco como si fuese un fuerte, una construcción apiñada que se defiende (y aísla) precisamente de la naturaleza; le da la espalda. Y no digamos ya en urbes de mayor tamaño, como la mencionada capital de España, donde ni se imagina.
Se ha construido un mundo aparte, ajeno a estaciones y ciclos, a sonidos y olores que cambian a lo largo del año y que modifican también la manera de estar en la vida de quien los percibe. En la ciudad, la naturaleza es puro simulacro; jardines y parques (a veces bellos) no son más que un sucedáneo del espectáculo grandioso del planeta salvaje que, además, no se pueden usar si no se es un perro con ganas de hacer lo suyo, claro.
Pero, como en tantas otras cosas, el resort nos devuelve a ese otro lugar. Un pueblo no parece un castillo, es, más bien, más naturaleza. Muchas veces tiene hasta el mismo color que el entorno, está hecho (literalmente) de él. Nos traslada a la sensación del (poco o mucho) frescor puro de la mañana en la cara cuando el día está aún por desenvolver; a escuchar pájaros aceleradísimos desde la cama; a ver cómo suben los decibelios a la vez que baja el sol si se está, por ejemplo, en un encinar centenario. O, si se tiene la predisposición adecuada, a no escuchar nada, a lo sumo el sonido de uno mismo, de los latidos, la respiración y los pensamientos propios mientras se está plantado, por decir algo, frente a miles de sabinas que se pierden en el horizonte o en un hayedo majestuoso. Como si estuviéramos viviendo en un poema de Walt Whitman, en el lugar en el que hemos estado por milenios como especie; en definitiva, en casa.
Pero esto no está exento de peligros. Uno puede sentirse un verdadero gilipollas al pensar, justo ahí, que se pierde eso y todo lo demás en horas de pantallas (la tiranía moderna); horas que suman días y, como se descuide uno, casi una vida. Pero de todo se sale y para salir, nada como el campo. El del resort, claro.
Salud y alegría.