Que conste que no lo digo por presumir, ni mucho menos, pero el caso es que tengo unos cuantos amigos encerrados en la cárcel. Y, como quiera que uno cree a pies juntillas en aquello de que los amigos son la forma en que Dios se disculpa por habernos encasquetado a ciertos parientes, resulta que los visito con más frecuencia que a algunas secciones de mi familia. De hecho, todas las semanas me dejo caer por el penal de Burgos, me tomo un cafelito en el patio y charlo un rato con mis compadres sobre asuntos tales como procedimientos monitorios, habeas corpus y acumulaciones de condenas, porque, como todo el mundo sabe, no hay ambiente en el que se debata sobre leyes y práctica jurídica con mayor enjundia y prolijidad que entre los internos de una prisión (al contrario de lo que ocurre en los cenáculos de abogados o de jueces, donde la conversación suele inclinarse más francamente hacia el precio del aceite de oliva o los pormenores de la vida de casada de Tamara Falcó).
En esas andábamos hace un par de días, cuando la tertulia improvisada en la puerta del módulo 8 derivó hacia la dichosa ley de amnistía para los políticos implicados en el fallido proceso separatista catalán. Opiniones las hubo para todos los gustos, desde los que la tachaban de una coacción inaceptable que podría menoscabar sin remedio nuestro sistema democrático hasta quienes la juzgaban demasiado limitada: así, uno de los circunstantes (al que llamaremos Fran, para despistar), encarcelado desde hace años por un asuntillo de estafa continuada a entidades financieras, solicitaba que el legislador se sirva considerar la ampliación de la medida de gracia para que ampare también la tipología delictiva en la que él ha sido clasificado; y su compañero Cosme apuntaba que, puestos a perdonar a quienes engañan e instigan a la gente bajo la promesa de paraísos de pega, bien podrían exculparlo también a él, que de sediciones nunca ha sabido mucho, pero cumple condena por vender a granel sustancias psicoactivas sin licencia.
El debate se iba enardeciendo por momentos, mas llegó al cabo la hora de la cena y ellos se encaminaron al comedor mientras yo marchaba en buena hora y dándole muchas vueltas a la cabeza. Y así sigo, para qué mentir.