Tiene Serrat esa cosa de los tipos grandes. De los elegantes. Tiene ese algo capaz de encogerte todo. Capaz de que, entre tanto ruido, que aquí tenemos para dar y regalar, nos olvidemos del resto para sentirlo sólo a él. A Serrat. A su Mediterráneo perfumadito de brea. A su Penélope y su bolso de piel marrón esperando en la estación meneando el abanico.
Joan Manuel Serrat recoge hoy el Princesa de Asturias en una ceremonia que es viva muestra de que en España sigue habiendo cordura. Pasa todos los años. Un oasis en este contenedor de lodo que es el día a día.
Está al alcance de muy pocos decir en tan pocas palabras lo más acertado que se puede decir. Y Serrat acostumbra a hacerlo. El miércoles, sin ir más lejos. Con la sencillez de un jubilado, en la nublada Oviedo y tras disfrutar de los gaiteros. «¡Ojalá despertarme así todos los días!». Qué fácil parece, pero qué complicado es ser certero en el hablar.
Como lo era Machado, por ejemplo. Su Machado. Al que para recordar que quisieron olvidar al otro lado de los Pirineos le cantó aquello de murió el poeta lejos del hogar, lo cubre el polvo del país vecino. Que es una forma preciosa de decir que lo mandamos a morir sólo y sin tabaco. Él, que para cantar a un Miguel Hernández que ni pudo cruzar la frontera, alargó tanto el compañero del alma, compañero, que todavía duele, sintiéndonos todos un poco Ramón Sijé.
Serrat tiene ese yo qué sé que qué sé yo que tanto nos gusta. Porque es capaz de decir de la manera más elegante que sus amigos son unos sinvergüenzas que palpan a las damas el trasero y hacen en los lavabos agujeros. Si lo escucha hoy alguno, lo cuelgan. Como lo intentó colgar un ignorante que le reprochó que no cantara en catalán en un concierto en Barcelona. A Serrat, que cantaba en catalán en los sesenta, cuando había que tener dos cojones para hacerlo. Pero dos de verdad.
Hoy le dan el mejor premio que se le puede dar a uno y tengo unas ganas locas de escucharlo hablar en el Campoamor. Y se lo dan días después de que su amigo Sabina nos diga que se corta la coleta. Y al pensar en ellos, uno se pregunta, ¿dentro de cincuenta años habrá pareja igual? ¿Parecida, si acaso?
Hay preguntas que es casi mejor no hacerse. Especialmente por miedo a que no tengan respuesta.