No podría vivir en un lugar que no tuviera río. Lo pensé una tarde mientras paseaba a orillas del Arlanzón, ritual obligado cuando vuelvo a la ciudad y quiero pulsar sus latidos. Un río es un relato que fluye, dice el escritor mexicano Juan Villoro, y es cierto que sus historias son diferentes según baje manso o caudaloso, risueño o melancólico. Cuando llegué aquí, hace más de medio siglo, era un caudal de agua triste entre márgenes abandonadas. Hoy, en cambio, es una brújula para paseantes, con esa alfombra verde a su vera que invita a unirse a él. Si hoy viviera Gerardo Diego y visitara Burgos, se olvidaría de aquellos tristes versos que le inspiró el Duero: Río Duero, río Duero/, nadie a acompañarte baja/; nadie se detiene a oír/ tu eterna estrofa de agua. El Arlanzón, a su paso por la ciudad, no conoce la soledad ni el olvido.
Esta primavera frondosa he gozado muchos días del acorde del río, la arboleda y la silueta de la catedral. Hay una vista inigualable con los sauces llorando sobre el río y detrás, majestuosas, las torres y el cimborrio. Yo busco esquinas inéditas, ángulos diferentes para enmarcarlos y siempre me sorprenden, como todo lo eterno. Otras tardes de lluvia he recorrido la Calle Fernán González, con un alto en la Plaza de los Castaños para comprobar que el tiempo se detiene conmigo; y después el suave ascenso hasta el mirador que abarca el esplendor de la cabecera catedralicia, siempre con asombro, aunque hayas hecho ese camino cientos de veces, siempre ese mirar maravillado, que decía Jorge Guillén. Guillén es el poeta que me enseñó a mirar, porque la mirada no es don sino una conquista que se logra con el tiempo y la sabiduría de los años. Así que rodeo la catedral abrazándola con los ojos y bajo a la Llana de Afuera para seguir a la Flora. Qué hermosa es La Flora una tarde de lluvia, con la melancolía manando de la fuente. Sabemos que por la noche llegará el ruido juvenil, pero hay también historias secretas, agazapadas, para el caminante silencioso.
Un paseo por Burgos es una lección de armonía, una experiencia de plenitud, como rezan los versos de Guillén, siempre maestro: Todo es cúpula. Reposa/ central sin querer, la rosa, / a un sol en cenit sujeta./ Y tanto se da el presente/ que el pie caminante siente/ la integridad del planeta.