Hoy era el día para hablar de la suerte, del azar. De la ilusión con la que algunos afrontan esa manera tan española de empezar la Navidad, con un bombo y miles de bolas girando hasta detenerse en un número que, cuanto menos, podría ayudar a tapar algunos agujeros económicos. Pero una tragedia ocurrida el domingo me obliga a hablar de otra lotería, la de los atropellos. Un mal endémico que cada vez tengo más claro que viene derivado de la falta de empatía.
Creo que el principal problema es que ninguno piensa que le va a tocar. Que ni a nosotros ni a nuestras familias les van a atropellar cruzando un paso de cebra. «¿A mí?, ni de broma. Si yo miro a los dos lados». El desdén como peatón se traslada a 'yo' conductor. No observamos si al paso se aproxima una persona, pisamos más de la cuenta el acelerador y, lo que es todavía más grave, vamos mirando el móvil porque nada hay más importante que contestar al Whatsapp que nos ha enviado un colega.
Con esta despreocupación y escasa empatía no es de extrañar que sucedan cosas inauditas en esta ciudad. Como que se permita durante décadas aparcar en batería a todo un barrio en un espacio reservado para estacionamiento en línea. Los propios vecinos justifican su conducta incívica, con un desprecio total al prójimo, en la escasa oferta de sitio. Deber ser que en el centro histórico, en Vadillos, en San Pedro y San Felices o en zona sur andan sobrados.
Meter mano en el G-3 para mejorar la seguridad es barato. Sólo se tiene que obligar a cumplir la norma. Pero falta primero voluntad y segundo valentía. Hace un año Daniel de la Rosa pensó con las urnas y desautorizó al jefe de la Policía Local, que había instado a multar si no se aparcaba en línea. El bipartito actual tampoco lo ve urgente. Pero todo consiste en volver al origen y pensar que esa lotería nos puede tocar a cualquiera.