A veces, uno vuelve de la caminata transformado, más inclinado a disfrutar del tiempo que a someterse a la urgencia que prevalece en nuestras existencias contemporáneas. Caminar es vivir el cuerpo, provisional o indefinidamente. Recurrir al bosque, a las rutas o a los senderos, no nos exime de nuestra responsabilidad, cada vez mayor, con los desórdenes del mundo, pero nos permite recobrar el aliento, aguzar los sentidos, renovar la curiosidad. David Le Breton arranca su Elogio del caminar con estas reflexiones sobre los efectos de un paseo, fruto de ese hecho que nos emancipó de la animalidad, que nos dejó sobre dos patas… que luego, en la mayoría de los casos, se convirtieron en piernas. Caminar fue el gran salto, el que nos subió a lo alto de la pirámide evolutiva aunque, últimamente, vehículos mediante, sea un exotismo o una necesidad mental eso del andar.
No caminamos para huir de lo que nos rodea, que también, sino para volver a nuestra realidad más oxigenados con algún pensamiento renovado y con una fugaz sensación de plenitud. La radio y los podcast pueden hacer este tránsito hasta formativo… pero los sonidos del campo y de la ciudad son más nutritivos para aprovechar cada paso.
Asomarse a cualquier recomendación de la Organización Mundial de la Salud, página de vida sana o revista generalista nos cuenta cómo pasear mejora la salud, espanta las enfermedades cardiovasculares, refuerza el sistema inmunológico. Cuentan que mejora el humor porque se desmelenan las endorfinas, facilita la socialización porque además de poder hacerlo en compañía siempre te puedes cruzar con el vecino, el transeúnte, el excursionista o el peregrino y es natural que salga un hola, un buenos días o quién sabe si hasta alguna consulta o conversación. Mi abuelo Ángel, pastor, aprovechaba los encuentros en el campo, trillado con sus pasos, para darse a la charla a la menor oportunidad… un día hasta volvió a casa en una moto de motocross (esto no tiene aquí mucho sentido narrativo pero lo dejo para que no se me olvide contarlo en otra columna).
Si estos beneficios son aplicables a todas las edades, en el caso de los más mayores tienen un efecto multiplicador. No hay consulta médica ni marca de zapatos o zapatillas que no reconozca el gran valor de echarse a las calles, a los montes o a los caminos. Pero en unas sociedades que tienden al envejecimiento hay que favorecer las oportunidades, hay que ponerlo fácil. Hace algunos días leía en la web de ciudades que caminan la petición de instalación de un banco cada 100 metros. Porque un elemento tan sencillo, aunque ahora los compliquen para que la gente no se eche la siesta, es un lugar para el descanso, el diálogo, la observación o la sencilla respiración contemplativa. La instalación de bancos, su diseño y su mantenimiento, ojo a este aspecto, es un factor que determina la calidad de vida en cualquier pueblo o ciudad, su amabilidad y hasta la longevidad de sus habitantes. Y ya puestos a pedir, que no solo sea en parques y paseos, también en las calles que es donde habitan quienes necesitan caminar las aceras y ver a sus paisanos. Porque un escalón, una piedra o un poyete no sustituyen a un banco… como una pared, incluso dos, haciendo esquina, tampoco pueden ser sustitutivas de un urinario. Otro día comentamos las necesidades, su ejecución y los lugares de alivio en espacios urbanos.