El Gobierno al inicio de 2024 decidió imponer un Plan de Pensiones obligatorio en las empresas acogidas al convenio de la construcción, efectivo desde enero de 2024, pero con carácter retroactivo desde 2022. A simple vista, puede parecer una medida destinada a proteger el futuro de los trabajadores, algo loable. Sin embargo, cuando se analiza más profundamente, surge una gran preocupación para las empresas, sobre todo las pequeñas.
El problema principal radica en la retroactividad de la medida. Las empresas no solo se enfrentan a la obligación de financiar estos planes a partir de 2024, lo cual repercutirá en el precio de la mano de obra, sino que también deben asumir los costes correspondientes a los años 2022 y 2023. Esto implica un desembolso imprevisto de ejercicios cerrados, que en ningún caso fue contemplado en los presupuestos anuales de esos años porque han cambiado las reglas del juego a posteriori, lo que podría afectar a su estabilidad y mantenimiento del empleo.
Introducir una medida retroactiva de este calibre es un desafío que muchas empresas no estaban preparadas para enfrentar. La incertidumbre generada por la retroactividad también envía un mensaje contradictorio: mientras se busca fortalecer la protección social de los empleados, se pone en riesgo la viabilidad económica de algunas empresas que les dan empleo.
Una medida de este tipo, para ser justa, debería haber sido implementada de manera prospectiva. Obligar a las empresas a asumir responsabilidades retroactivas es injusto, desmoronando la confianza en las políticas y pone en peligro la competitividad en un contexto ya de por sí complejo.
Además de todo lo comentado, es curioso que el Gobierno autodenominado progresista imponga una única entidad financiera en régimen de monopolio. Puede que esto sea el pago de algún favor. Las empresas deberían tener libertad para escoger la entidad que más les interese en el libre mercado.