Creo que ya he manifestado por esta tribuna mi fascinación por el uso abusivo de la palabra 'bulo'. Y ya no sólo porque los políticos se acojan a ella, como si fuera una enmienda a la totalidad, cada vez que quieren atacar al adversario. Es ya una cuestión de que nos han hecho creer que es un problema de ahora, cuando es una cosa del pleistoceno. Y su funcionamiento, también.
Si vivió la década de los 90, recordará un programa llamado Sorpresa, sorpresa, presentado por Isabel Gemio. Pues bien, alguien en un momento dado se inventó que un capítulo se había tenido que cancelar porque una chica que iba a recibir la inesperada visita de Ricky Martin andaba jugueteando con mermelada y un perro. Seguramente les suene la historia. Incluso haya quien asegure aún que vio aquella escena, pero lo cierto es que nunca ocurrió.
La organización tuvo que salir a desmentirlo con cierto enfado. Porque la cosa se fue de las manos. Y eso que no existían las redes sociales.
La absurda disposición a fabricar un bulo es directamente proporcional a la voluntad de creérselo. En plena pandemia, vecinos del barrio de Salamanca de Madrid salieron a protestar por las restricciones de movilidad y se difundió una imagen de un señor golpeando con una escoba una señal de tráfico. El dirigente de Podemos Pablo Echenique dijo que en realidad era un palo de golf, como para hacer entrever que los que se manifestaban eran de clase alta (a ver si no pueden salir a la calle por tener pasta), cuando las imágenes lo desmentían. Pero aun así todos los de su cuerda siguieron la historia como si fuera verdad.
Los macabros rumores difundidos sobre el aparcamiento de Bonaire han tenido todos los ingredientes de este tipo de informaciones maliciosas. Bueno, y varios gramos de bajeza moral, también.