He visto con mis propios ojos las terribles consecuencias de una «catástrofe colosal» como me describía un amigo valenciano, conmocionado, como todos allí. Sí, es mucho peor en directo que en la tele. Un escenario de guerra. No una película, ni país lejano en el que la distancia, egoístamente, amortigua el drama. Es Valencia.
El horror son calles convertidas en vertederos de muebles, juguetes, ropas… envueltos en lodo. El horror son montañas de coches por doquier. El horror son casas arrasadas por la riada. Años de trabajo convertidos en nada. Hay localidades como Paiporta, Alfafar, Masanasa donde no queda casi negocio en pie. El horror son las miradas perdidas, exhaustas, resignadas, tristes, llenas de incertidumbre, furiosas, cómo no, de quienes lo han perdido todo. «No nos quedan ni lágrimas». El horror es la sensación de desamparo, de abandono. Faltó prevención, aviso, medios y hasta empatía. El horror es escuchar cómo recuerdan casi temblando aún el miedo de ver sus calles convertidas en ríos devastadores. «Pasaban coches flotando a la altura de los balcones» describía Héctor. El horror es esa línea dibujada en cada pared, la marca de hasta dónde llegó el agua. Más de dos metros. El horror es despertarse, ponerse las botas y seguir limpiando como única misión y horizonte. Y mañana, y pasado... Esos pies van a ser de barro mucho tiempo.
Y el horror de la noche. Cuando se apaga el ruido de camiones, máquinas, palas, de las voces que ofrecen ayuda, o la piden, cuando se van esos jóvenes voluntarios a los que habrá que revisar los prejuicios negativos. Llega el silencio, la oscuridad y despierta el saqueo. Malvados. Más miedo, mitigado por equipos de policía que patrullan, ahora sí, esas calles sin luz.
Y lo peor de todo, el horror irreversible, porque eso sí no hay cepillo que lo arregle. Las vidas perdidas. Engullidas por el agua. A más de 200 familias esta DANA les ha dejado un vacío eterno. Eterna se hace también la angustiosa búsqueda de quienes aún no han aparecido. Algunos quizás no lo hagan nunca. Inimaginable dolor.
Y en medio de este paisaje desolador, alguna luz. La solidaridad de los voluntarios. Sus manos ayudan y dan consuelo. El orden tan necesario y eficiente que empezó a abrirse paso cuando llegaron policías, bomberos, militares, guardia civil, emergencias, sanitarios… de toda España.
Y la más importante, la fortaleza de esos vecinos que se ayudan unos a otros. Que se rompen, pero no se lo pueden permitir. «No quiero derrumbarme porque hay que seguir». «Estamos bloqueados, pero no queda otra, te tienes que levantar», dice Carmen, optimista por naturaleza. Cuesta serlo en Paiporta estos días. «Estamos cansados, pero tienes que salir a comerte el mundo cada día. Si no, te mueres de pena. Nos animamos unos a otros», dice Andrés.
Y si resilientes son los adultos, les cuento los niños. Adrián ayudando a descargar camiones. Un premio para él ver en su pueblo, Paiporta, el autobús de su Atleti llevando alimentos. Álvaro, de 12 años, portero del Alfafar. Tiene muchas ganas de volver a jugar al fútbol, pero mientras, ayuda a repartir ropa. El día de la riada estaba en casa con sus abuelos. «Cuando el agua le llegaba a mi hermana de 6 años por encima de la cintura, nos subimos al piso de arriba. Me asusté un poco, no podía dormir». Los niños no van al cole, no juegan a nada. «Hay que devolverles la ilusión, su normalidad». Ése es el gran anhelo. Pero se atisba aún muy lejano. «Van a seguir teniendo muchas necesidades» me cuenta nuestro querido Calero, testigo y muy afectado por lo sucedido.
Desesperada, la gente suplica a los periodistas. «No nos olvidéis. Contadlo». Contadora del deporte como soy nunca he transmitido algo tan duro ni tan importante.
Alguien tendrá que asumir responsabilidades. Se pudo y se debió hacer mejor. Antes y después.