Te despierta el sonido de la lluvia llamando a tu ventana. Es aún temprano, pero se aprecia una tenue claridad que logra atravesar el manto gris del cielo. Todavía arropada en el cálido abrazo de una manta, te asomas a la ventana y observas los charcos que decoran la alfombra de fuego que han dejado los árboles al pie de tu casa. Sin pensarlo, te abrigas y decides salir a disfrutar de un tranquilo paseo. Recuerdas que hacía mucho tiempo que no tenías una mañana tan bonita y sosegada, pero te sorprendes de que no notas el agua acariciar tu piel, ni sientes el frío ni la humedad. Entonces observas que la lluvia atraviesa tus manos y es entonces cuando te das cuenta de que tú ya no estás ahí.
Resulta desgarrador pensar que las víctimas de violencia de género lleguen a creer que el único momento en el que pueden ser verdaderamente felices y tener un día entero tranquilo y bonito sea el día en que ya no estén entre nosotros. Es tal el sufrimiento diario al que se ven sometidas y el miedo, que acaban perdiendo la esperanza o piensan que si algo bueno les está pasando, no lo merecen o que sólo es un sueño que pronto se les será arrancado.
La violencia no solamente te hace daño en la piel, sino que también te quita el brillo de la mirada. Te anula la capacidad de soñar y te borra la sonrisa. Te aleja de la realidad y de quien de verdad te quiere. Te sumerge en un pozo del que piensas infinito, en un bucle de pensamientos autolíticos, en el que piensas que no vales o que no eres suficiente.
¿Triste realidad, verdad? Nadie debería despertar cada mañana con miedo a empezar un nuevo día, lleno de gritos y amenazas, con la incertidumbre de qué esconderá el paso de las horas. Quedas atrapada en una agónica relación en la que tiempo parece no avanzar y el miedo no te deja ver que hay vida fuera de tu jaula. Pide ayuda, estamos todos contigo. Recuerda que sólo tú decides tu destino.