Redacto estas líneas hoy, querido lector, para transmitirle una idea que me ronda la cabeza, y no sin cierta preocupación, en los últimos días. Que, ¿qué es? Pues, simple y llanamente, un concepto bastante concreto y conciso: Nuestros jóvenes. Esas nuevas generaciones venideras y advenedizas que, supuestamente, están llegando ahora mismo tanto al mundo físico (naciendo), como al ámbito laboral (saliendo de las universidades y centros de formación para incorporarse a su primer trabajo), bajo la vitola de «generación mejor preparada de la Historia».
¿Podría ser así? Pues ciertamente sí porque, visto lo visto, en pleno siglo XXI y con un mundo mucho más desarrollado y civilizado, para ellos es la mayor de las oportunidades surgidas desde nunca. Tecnología, facilidades, entornos multimedia, concienciación social y medioambiental, derechos ganados, integración en la diversidad… Todo perfecto hasta que a esa ecuación llegan las denostadas y temidas palabras receladas por todos (bueno, más bien por los progenitores en este caso): Las redes sociales.
Y no es porque no puedan ser útiles, que lo son (o al menos deberían, puesto que con ese fin se crearon). Es que en ellas subyace lo más pérfido y sórdido de la psique humana. No de manera consciente a su programación, pero lo que debería unir, allanar, conectar y ayudar en definitiva, se ha convertido, gracias a la desinformación, a los abusos y al mal uso de las mismas, en todo un peligro tanto para la integridad emocional como física de una generación, la de cristal, pionera y puntera en lo mencionado en el párrafo anterior, pero cruel y sádica hasta la saciedad en ocasiones para con los de su propia especie y entorno (familia incluida); amén de nulos, casi por completo, ante la frustración de un mundo real que tienden a experimentar a través de un pantalla, y que nunca será como anhelan o pretenden.