Cuando le queda ya muy poquito al verano en el sentido vacacional, una puede sentir hasta olores y colores distintos en el Burgos que ya prepara el inicio de curso. No es solamente que los días sean más cortos y que haya que recuperar la rebequita y hasta el paraguas. También la sensación que acompaña a la certeza de que no falta nada para volver al trabajo o a las clases y de que, otra vez, el año encara sus últimos meses y en cualquier momento ya empezaremos a ver tabletas de turrón en los lineales de ese supermercado al que probablemente nadie haya ido a ligar este verano, que mira que somos fáciles de entretener con bobadas. Es cierto que la mentalización no es la misma para todos. Hay quien inicia el curso con muchas jornadas laborales completadas durante el verano y observa con indiferencia los comentarios sobre bronceados, chiringuitos o sobre la masificación turística de ese pueblo de playa o de montaña al que todo el mundo -también tú- acude porque quiere reproducir una foto en Instagram. 

Y muchos, aunque cada año unos poquitos menos, se preparan para dejar a sus criaturas por primera vez en el colegio -periodo de adaptación por delante- sin ser del todo conscientes de la importancia de una etapa que, citando a una estupenda maestra de infantil que conocí, «llegan prácticamente en pañales y salen casi catedráticos». Como la vida va de eso, de ir atravesando etapas, en próximos septiembres tocará gastar pasta en los libros de texto, quizá un buen portátil o una tablet, el uniforme o la ropa, posiblemente se sorprenderán emulando a su madre con la frase «¿cómo has podido romper otra vez los pantalones de chándal?», y algunos años y unos cuantos portazos después, acompañar a la criatura, que probablemente ya les saque una cabeza, a comprar el menaje de sus años universitarios y sorprenderse a una misma diciendo que se acuerde de frotarle también el culo a las sartenes. Al parecer es septiembre cuando una se hace mayor.