Aquella mañana temprana de verano, bajo un sol de justicia, mi padre me dejó junto al fresco soto que marcaba lindero con la tierra. En el morral, un trozo de pan, una cantimplora, cecina y queso, y La ciudad y los perros. Cuando lo acabes, vuelve, que te espera un mundo.
Cumplidas las luces, con el andar vacilante, la casa recogió a un niño ajado, ya ido.
A la mañana siguiente, en silencio, almorcé con mi padre a su regreso de su trotada mañanera. Su mirada cálida parecía entender mi turbación y cambio, el efecto ocasionado por el Leoncio Prado. Me pasó el brazo por los hombros y me llevó a la biblioteca. Hoy vamos a conocer el hielo, me dijo con una sonrisa, y me abrió la puerta a Macondo. El fin de la infancia llegó de la mano de Vargas Llosa y García Márquez, cuyos libros empecé a alternar compulsivamente en la querencia de leer todo lo que escribieran, y con ellos todo el llamado boom y el preboom. Parecía que cualquier escritor latinoamericano abría una puerta al paraíso. Leí con avidez, y a menudo con atracones, las obras del maestro Borges y las de Bioy Casares, leí a Juan Rulfo, a Arturo Uslar Pietri, al gran Julio Cortázar, a Carlos Fuentes, a Miguel Ángel Asturias, al musical Alejo Carpentier, a Rómulo Gallegos, a Jorge Amado, a Juan Carlos Onetti, a Ernesto Sábato, a José Donoso, a Augusto Monterroso, a Álvaro Mutis, a Guillermo Cabrera Infante, luego llegarían otras generaciones… La literatura en español ya nunca más podía contenerse en la Península. De estas pasiones y de alguna historia familiar, surgió un vínculo con América que nada tenía que ver con conquistas ni leyendas rosas o negras, sino con fascinaciones por mundos y personajes, luchas, injusticias, guerrillas y dictaduras que han seguido hasta hoy.
El mundo que me tocó vivir, también lo leí. Y lo que hoy soy se debe al encuentro de sociedades y conocimientos a través de esas grandes inteligencias creadoras que han sido -son, a través de la perdurabilidad de sus obras- los escritores latinoamericanos -y de otros muchos lares- que topé. Con ellos descubrí que el acto de leer, es revolucionario.
Sentí íntimamente la pérdida de Vargas Llosa. El personaje…, perdónenme, poco importa ya. Su obra, sin embargo, seguirá marcando vidas, recuerdos y disputas, desde una inmarcesible grandeza.
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