En un mundo envilecido en el que una mitad del planeta está deseosa de matar a la otra mitad, el arte, en la versión que uno elija, es el elemento redentor que nos diferencia de las bestias. Solo la sublimación de la belleza es capaz de llevarnos a sentir la felicidad absoluta que describió Stendhal al ver por primera vez Florencia y que acabó descrita bajo el síndrome que lleva su nombre.
Palpitaciones, felicidad, emoción, sensaciones vívidas... Cualquiera de estas impresiones se pueden tener cuando uno se pone frente a una obra de arte, más aún si es extremadamente bella, como lo es La joven de la perla, de Johannes Vermeer. La ciencia se ha puesto frente a sus ojos y ha determinado que su observación directa produce una reacción emocional diez veces más fuerte que si se está ante una reproducción de la misma.
En el Mauritshuis, museo que cobija el lienzo en La Haya (Países Bajos), han querido saber por qué esta muchacha del siglo XVII enamora a quien posa sus ojos sobre ella, independientemente de que el observador sea de nacionalidad española, japonesa o americana y, tras una investigación neurológica, determinaron que al observarla se activa fuertemente la precuña, la parte del cerebro involucrada en la conciencia, la reflexión y los recuerdos personales.
No trate de buscar ahora este lienzo en internet o en la taza del desayuno que se trajo de recuerdo de aquella galería en aquel viaje... Porque el éxtasis solo se alcanza ante la pieza original.
Rechace imitaciones. «Lo auténtico se vuelve cada vez más importante», decía la directora de la Asociación de Museos, Vera Carasso, tras presentarse este estudio. Les podía haber contado que era mi conclusión a este bonito tema, y lo es, aunque la señora Carasso se me adelantó.
Unificados por la moda, polarizados por la política, absorbidos por TikTok y gregarizados por miles de algoritmos, encontrar autenticidad en la sociedad se ha convertido en todo un lujo.