Si hay algo que llevo mal es la manía que tenemos en este país (igual también en el resto del mundo, pero me afecta menos) de cebarnos durante días y días en una noticia y con mucho más encono cuando es escabrosa, de manera que, con tanto ruido desbordado y descontrolado, repetitivo y machacador, terminamos todos (me incluyo) perdiendo el norte.
La retroalimentación que tienen los medios de comunicación con la clase política es ya enfermiza: todos los días es una destacada protagonista de la actualidad, bien sea por nimiedades o por temas más relevantes, aunque casi siempre en negativo, por lo que la degradación de la imagen de los políticos, hagan lo que hagan, es inevitable.
En muchas ocasiones se lo ganan a pulso, está claro. Pero una cosa es sacar a la luz hechos y actitudes inmorales o ilegales, lo cual es absolutamente necesario, y otra muy distinta recrearse con detalles escabrosos e innecesarios o teorías conspiratorias y difundir tantas opiniones y valoraciones, con sus correspondientes barbaridades y contradicciones, que al final lo único que se consigue es perder el foco de la noticia en el barullo provocado.
El caso de Errejón será el penúltimo del penúltimo del penúltimo, como esa cerveza con la que queremos alargar una noche estupenda. Da náuseas y no puedo evitar cuestionarme si la inmoralidad, la hipocresía y la ilegalidad están más extendidas de lo que parece en la política y en todos aquellos ámbitos de poder. Pero, caramba, ¿no podemos narrar mejor lo que acontece y dejar de llenar huecos si no hay novedades de interés? Porque esta rutina de inflar e inflar hasta que aparece otra noticia sobre la que nos volcaremos, cortando de raíz el seguimiento de la anterior, solo lleva a que el problema se quede relegado al más profundo olvido; sin embargo, la basura se queda… para siempre.