Muchas veces me pregunto qué tiene que tener un escritor en la cabeza para que escriba lo que escribe. No hablo sólo de la chispa inicial, sino de todo lo que viene después: la construcción de personajes o las decisiones que se toman en cada página.
Hacer presentaciones de libros me ha permitido hablar con varios autores, entrevistarles e indagar en el proceso de gestar una novela. Me interesa especialmente cómo crean sus personajes. ¿Se los imaginarán en un escenario, interactuando entre ellos? ¿O serán piezas de un engranaje literario que el escritor mueve a voluntad? ¿Qué criterios siguen para decidir sus actos? Pienso en escenas clave: un asesinato, un giro inesperado. ¿Hasta qué punto el autor es dueño de sus creaciones?
En cierta ocasión pregunté a Miriam Cardizales, jovencísima escritora arandina, si en su cabeza residía un asesino y, a la vez, un detective. Su respuesta me dejó pensando: tal vez cada escritor alberga dentro de sí todas las sombras y luces de la humanidad.
La literatura nos permite ahondar en esos lugares oscuros y poner a prueba nuestros valores. Un escritor puede hacernos empatizar con el horror, colocarnos ante dilemas que, en la vida real, evitaríamos. Y lo más inquietante: muchas veces justificamos lo injustificable.
Recientemente, he compartido impresiones con autoras como Virtudes Olvera o Mayte Magdalena. Crear un personaje me parece un acto casi divino. Como un demiurgo, el escritor traza vidas y destinos, nos plantea situaciones cotidianas y las convierte en excepcionales.
A veces imagino que los escritores tienen un aura ardiente, una llama que les quema la cabeza y les obliga a escribir. ¿Qué les motiva? Mayte Magdalena nos contó que para ella fue un acto sanador. Quizás, al final, escribir sea una manera de ordenar el caos, de nombrar lo innombrable o de convivir con el fuego sin quemarse del todo.