Eduard Fernández podría ganar mañana su cuarto Goya por su interpretación de Enric Marco, el hombre que se inventó haber estado en un campo de concentración nazi -llegó a dar conferencias y presidir una asociación de supervivientes- y sobre el que escribió Javier Cercas en El Impostor. Y le podrían haber nominado también por su otro gran personaje de este año, también real, pero en las antípodas de Marco: Manolo Vital, el protagonista de El 47, basada en la historia de lucha del barrio de Torre Baró, en Barcelona. Un lugar como tantos otros en grandes ciudades, construido poco a poco, incluso con nocturnidad, para acoger a los miles de emigrantes que buscaban oportunidades desde Andalucía, Extremadura o las dos Castillas. Las barriadas iban creciendo pero los servicios básicos no llegaban y a finales de los años 70 los movimientos vecinales y sindicales fueron cobrando fuerza, incluyendo algún golpe de efecto: Manolo Vital era conductor del transporte metropolitano y un día, después de repetidas negativas a que una línea llegara hasta su barrio, decide llevarse el autobús hasta allí. Y mira por dónde, el vehículo sí podía subir por las empinadas calles sin asfaltar de Torre Baró.
Tampoco hay que irse hasta Barcelona para comprobar que, durante muchos años, en la lista de prioridades de muchos ayuntamientos ha habido pocas cosas que se salieran del cogollo de las ciudades, de lo bonito. Y sigue pasando décadas después de la historia que refleja la película de Marcel Barrena. En Burgos, por ejemplo, aún no se ha conseguido articular una fórmula de participación que garantice que los proyectos demandados por los barrios se materialicen en un tiempo razonable. Eso si el gobierno municipal de turno no decide, directamente, que no entran en su lista de obras preferentes, como ha ocurrido con la remodelación de la calle Alfonso VIII. Un equipo de Gobierno puede pensar un proyecto estrella para dejar su impronta en la ciudad, incluso decidir si lo lleva a cabo sin el respaldo de más de la mitad del pleno. Pero también es de esperar que muestre un empeño parecido para el resto de temas pendientes, aunque no tengan suficiente glamour como para organizar una gala. Ni falta que hace.