Compareció el viernes la alcaldesa de nuestro suelo bendito para presentarnos los primeros pertrechos con que acudiremos a dar la batalla en la que se dirimirá la capitalidad cultural europea de 2031: una aplicación para dispositivos móviles que aglutina toda la oferta de espectáculos de la ciudad (benemérita iniciativa que, si bien se piensa, no debería haber esperado a que concurriese tan alta ocasión para ponerse al servicio de vecinos y forasteros) y un vídeo promocional pretendidamente lírico, pero al cabo tristón y mustio hasta el estupor, en el que una muchacha de aire melancólico deambula por algunos espacios señaladitos de Burgos sin que se atisbe un rastro de esa urbe inspiradora que se anuncia y que todos amamos, por mucho que incluya algunos planos consabidos de la catedral y un coqueto cameo de nuestra simpar morcilla de arroz.
Marchemos francamente, en fin, hacia esta segunda intentona de convertirnos por un año en capital de Europa, en esta ocasión a través del hilo narrativo del Renacimiento, esa época esplendorosa en que Burgos se abrió al continente a través del comercio y de las artes. Pero uno, que recela de estrategias grandilocuentes y de campanudos comités de sabios y que siempre ha considerado que la verdad de la vida reside en las pequeñas cosas, se acuerda del trato que vamos dispensando a algunas piezas destacadas de nuestro legado renacentista reconvertidas hoy en establecimientos culturales, y la verdad es que se le caen los palos del sombrajo: el Teatro Clunia, en la calle de Santa Águeda, ha sido vaciado de programación porque el Ayuntamiento ha resuelto no incluir en sus presupuestos una partida para sustituir la vieja caldera del edificio, y el Museo de Burgos, en la calle de Miranda, sigue aguardando en vano una ampliación que le permita albergar las obras que el pintor Luis Sáez, acaso el más relevante artista plástico burgalés del siglo XX, donó en su día a la ciudad, y que permanecen desde hace años arrumbadas en un sótano sin que a nadie parezca interesarle demasiado su destino.
Cristina Ayala explicó que la carrera por la capitalidad «es una oportunidad única para la ciudad, no solo para destacar lo que somos, sino para mostrar al mundo lo que podemos llegar a ser». Quizá deberíamos centrarnos en esto último.