De vez en cuando la vida toma nuestro paso, y se pone tan bonita que da gusto verla: andamos estos días ilusionados como chiquillos porque el jueves nuestra universidad investirá doctor honoris causa a Joan Manuel Serrat, el músico de nuestra juventud y de toda nuestra historia personal. Recibimos con todo el agradecimiento del mundo al melenudo que con su talento caudaloso, y esa voz suya como herida por un escalofrío, se atrevió a meter a Antonio Machado en un disco pop; al poeta de la gente sencilla y del costumbrismo de barrio, de la emoción y de la memoria; al artista que navega desde los rincones de nuestra intimidad hasta las grandes cuestiones universales; al trovador sentimental e inconformista, defensor de la alegría y de la convivencia, cuya impecable trayectoria pública solo es objetada por los majaderos y los intolerantes de una y otra esquina.
Acaso alguien crea que las mató el tiempo y la ausencia, pero lo cierto es que sus canciones llevan toda la vida atravesadas en nuestra alma: es nuestra infancia la que gira en El carrusel del Furo, del mismo modo en que vemos reflejada la de nuestros hijos en Esos locos bajitos; nuestros primeros y arrebatados amores han quedado grabados para siempre en No hago otra cosa que pensar en ti, y en Lucía, y en Paraules d'amor; todavía, por mucho que nos crujan los huesos, intentamos salir de la cama al ritmo de Hoy puede ser un gran día, y a nuestros amigos viejos les seguimos canturreando Las malas compañías para decirles cuánto los admiramos y lo mucho que los queremos. De hecho, tan vigentes resultan los versos de don Joan Manuel que muchos parecen referirse a nuestra actualidad más rabiosa: sin ir más lejos, Te guste o no, hermoso canto antirracista y antixenófobo, bien podría dar réplica hoy a la repugnante intención de la ultraderecha burgalesa de mandar a la Policía Local a husmear en los hogares de las personas inmigrantes.
De momento, uno ya anda pinchando una vez más sus viejos discos y, aunque nadie lo haya invitado a la fiesta, piensa colgar el jueves en su casa unas banderitas de papel verdes, rojas y amarillas; y si, por esas cosas de la vida, que a veces nos besa en la boca, llegan a revolotear unas faldas para que el cielo lo vea, pues qué quieren que les diga: miel sobre hojuelas.