Qué esfuerzos -tanto económicos como logísticos- hacían los padres que tuvieron hijos en los 70 para poder llevar a sus hijos de vacaciones al Levante o a Andalucía, con el propósito de que pudieran ver el mar con muchas menos primaveras de las que ellos habían cumplido cuando lo avistaron por primera vez. Como hormiguitas, trabajaban todo el año y separaban una parte del salario para el verano, a fin de costear un cámping en Denia o alquilar un apartamento en Fuengirola durante dos semanas, según las posibilidades de cada familia. Menuda emoción cuando la madre de servidor entraba en mi habitación y en la de mi hermana para despertarnos a las 3 de la madrugada y emprender un viaje que mi padre prefería hacer de noche, por aquello de que había menos tráfico. Y la parte de atrás del coche se convertía en una cama improvisada fabricada con toallas y cojines para que los niños durmieran algo -muy poco- durante el trayecto. Esas carreteras de antaño de un solo carril por sentido, donde los adelantamientos eran una prueba de riesgo continua, conducían a la felicidad, a la playa, al sol, al 'pescaíto frito', al paseo en barco.
Pero el verdadero paraíso se hallaba en el pueblo, en Castilla, a pocos kilómetros de donde trabajaban nuestros progenitores, que seguro que se encorajinaban al darse cuenta de que se habían gastado una pasta en unas 'vacances' como Dios manda mientras sus hijos no hacían más que pensar en jugar al fútbol en la era, en ver de nuevo a sus abuelos, en reunirse en la plaza con sus amigos de la infancia, en coger la bicicleta para ir a la localidad de al lado o en volver a encontrarse con la chica cuyas trenzas tanta gracia le habían hecho el año anterior.
Denia, Matalascañas, Fuengirola, Mijas y un largo etcétera no eran más que lugares de paso -muy bonitos, muy distintos al paisaje castellano que nos rodeaba durante todo el año- pero el pueblo, para los niños, es su patria. Allí disponen de todo lo que necesitan, en todos los niveles, pero sobre todo en el sentimental, el más importante. Una buena parte de la memoria de mi infancia está ocupada por los recuerdos de un pedazo de tierra castellana que no ha perdido ni un ápice de atractivo en la edad adulta.