Hay un momento de la infancia en el que todo parece brillar con luz propia, los nuevos colores y sonidos embriagan nuestros sentidos y las emociones son puras. Venimos a este mundo provistos de unos ojos inocentes a través de los cuales solo vemos otros niños con los que reír y jugar. Pero detrás de cada sueño inocente y alegre, acecha una sombra capaz de transformar esos juegos en auténticas pesadillas. El mundo a su alrededor queda cubierto por un oscuro manto de miedo y tristeza que atenúa las risas y rompe su inocencia. Cuando un niño se apaga, es que algo está ocurriendo. El acoso escolar es un problema que llevamos viviendo décadas y que a día de hoy seguimos sin erradicar. En una sociedad en la que parece que "todo vale" debemos ser esas personas que defienden a los que no tienen medios para hacerlo por sí mismos. Hay niños que han sido maltratados durante tanto tiempo, que no son capaces de poner límites y debemos estar allí para ellos.
La inocencia de un niño debe ser siempre cuidada. A veces surgen desde sus propios compañeros actos contra su integridad física y psicológica que hacen que su mundo se apague. Si nacemos inocentes, ¿de dónde viene esa maldad que invade a algunas personas? Muchas veces el entorno modela esta clase de comportamientos que quedan muy lejos de ser producto de la misma mente curiosa que simplemente quería compañeros con los que jugar. Para que a edades tan tempranas surja ese desprecio por cultura, origen o por cualquier diferencia física o intelectual, debe haber un entorno que lleve a ello, no viene innato.
Es necesario educar a la sociedad y hacer ver que tiene la misma responsabilidad aquel que causa directamente el daño como el que es testigo y no lo impide. El silencio es también un arma que puede llevar a estas inocentes almas al fondo de un oscuro pozo en el que sus gritos de ayuda parecen ser ahogados. Los ecos del silencio dejan huella y la educación es clave para escucharlos y protegerlos.