Estos días de difuntos, recuerdo que en mi infancia siempre me estremecía cuando rezaba el final del Avemaría: ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Con estas mismas palabras comienza precisamente la gran novela El Gatopardo, porque el arte -sobre todo el religioso- y la literatura han representado el trance de la muerte como un terrible sufrimiento. Lean, por ejemplo, la agonía de Madame Bovary.
Hoy las cosas, afortunadamente, han cambiado. La hora final nos sigue atemorizando pero ahora podemos expresar nuestra voluntad sobre cómo vivirla e incluso, en algunos casos, cuándo vivirla, gracias a los avances de la medicina y la legislación. La fe religiosa -o la falta de esta- es algo íntimo que hay que respetar, pero ya he dicho alguna vez que nadie debería morir con dolor ni nadie debería morir solo. Y precisamente se han encargado de este tema dos películas y una serie de televisión muy recientes: Los destellos, de Pilar Palomero, La habitación de al lado, de Almodóvar y la serie Rapa.
Las tres abordan una enfermedad terminal de modo diferente. Los destellos, por ejemplo, se centra en la importancia de la compañía familiar y los cuidados paliativos para un hombre desahuciado. Ambas cosas ayudan con cariño, medicación y entrega para hacer felices sus últimos días y enfrentar la muerte. Porque en España hay una sólida tradición de cuidados y una medicina pública y universal, dos pilares para morir bien que reaparecen en Rapa, donde se aplica la eutanasia a un enfermo de ELA. Muy distinta es la cultura de la muerte en la película de Almodóvar, donde una enferma terminal de cáncer que vive en Nueva York tiene dificultad para conseguir compañía y ayuda en el momento crítico de decidir su final.
Tenemos que celebrar los avances legales y clínicos que hay en España y disfrutar de sus beneficios. Parece ser que crecen sin parar los solicitantes del testamento vital, sobre todo mujeres, pero aún falta una ley nacional de cuidados paliativos, que ahora dependen de cada autonomía y sus recursos. Nada será suficiente, sin embargo, si falla la mano amiga, el lenguaje del tacto o la caricia de la voz, el calor de un ser humano a nuestro lado. Todos suscribimos las ingeniosas palabras de Woody Allen, «temo la muerte, por eso preferiría no estar allí cuando llegue». Pero allí estaremos, en esa hora que, pese a todo, puede ser buena, incluso hermosa.