El puente de la Constitución quizás suponga en sus casas el momento de ponerse a decorar, de montar el árbol o de buscar las decoraciones que cada año sacan por estas fechas para adornar sus hogares. Yo, que vivo fuera de esa tradición, comienzo una bastante peor: la organización de la vida de socialité navideña que nos inunda a todos yo que sé por qué. 

Esta mañana una cerveza, luego un tardeo, mañana he quedado a comer y a merendar, pasado tengo un cumpleaños con barbacoa (navideña) incluida. El miércoles la comida de Navidad del departamento, el jueves el desayuno con roscón de mi área y el viernes la fiesta del trabajo. Sólo una semana de este mes de diciembre en el que toda mi capacidad cerebral sólo es capaz de manejar tres preguntas: qué me pongo, cómo llego a fin de mes con tanta fiesta y por qué a la gente no le entran las ganas de verse más repartidas por el año.

Porque mientras que cierras los presupuestos anuales en el trabajo, te llaman con las urgencias habituales y no sabes dónde vas a celebrar las fiestas (las de verdad, digo), te van colocando el belén encima, te cantan villancicos y te toca jugar en el torneo de fútbol navideño solidario sostenible e igualitario de la oficina. No sé si se dan cuenta, pero a mí todo esto me abruma. 

Porque creo que en el mundo estamos, en general, mal organizados, pero en el ámbito festivo, fatal. Porque adoro la unión y las ganas de vernos que tenemos todos (yo incluida aunque no lo parezca), pero quizás podríamos poner alguna de esas comidas que no me entran ya en agenda en febrero, o en marzo, que son aburridísimos, o repartir los gastos para que los regalos, la lotería y los malditos amigos invisibles (los odio) vayan uno al trimestre. Quizás también repartir este interés por ser felices los otros once meses del año.

Sólo les pido estas Navidades que no me inviten a más cosas, porque les diré que sí, y que compren más periódicos, que en enero me toca pagar la cuota del seguro del coche. Disfruten, y nos vemos en tardebuena en la calle San Lorenzo.