El otro día, le contaba a mi sobrino de 8 años cómo a su edad yo por las mañanas bajaba sola de mi casa y los comerciantes que estaban abriendo las persianas de sus negocios vigilaban que llegara sana y salva hasta la panadería, donde cogía un bollo de leche para el recreo y pasaba a buscarme una profesora que me llevaba de la mano al colegio. El tío me miraba como si le estuviera contando una de marcianos, no daba crédito, y me dijo que él no iba a ir solo por la calle hasta que tuviera por lo menos 13 años y móvil. La verdad es que ahora lo cuento y parece que estoy hablando de la primera escena de La Bella y la Bestia, y acabamos todos cantando, porque lo pienso, y no creo que me quedara muy tranquila si le dejara a él ir solo por la calle. Y no es sólo porque ahora ya no es tan fácil que te conozcan todos los vecinos de tu calle, es que hasta si yo me dejo un día el teléfono en casa, me siento de alguna manera desprotegida.
Tendemos a idealizar esas infancias sin móvil, en las que nuestros padres nos tendían un cheque en blanco contra su confianza cada vez que salíamos por la puerta de casa, y sí, a veces la liábamos, pero la mayor parte del tiempo sentíamos esa confianza como un peso sobre nuestras cabezas que nos obligaba a tomar buenas decisiones. Ahora, sabiendo lo que sabemos, no nos fiamos ni un pelo y preferimos tenerlos geolocalizados 24/7, y si el dispositivo en cuestión nos da acceso a sus conversaciones privadas y los vídeos que ven, muchísimo mejor. Y, de alguna manera, con toda esta sobreprotección nos pensamos que son todos muy frágiles. ¿Pero nos paramos a pensar en los otros pesos que llevan ellos sobre sus cabezas?
Ahora existe una foto casi de cada día de su vida, caldo de cultivo para un escrutinio bestial de cada cambio que experimentan sus cuerpos, y opiniones sobre ellos, y preocupaciones por su imagen, están expuestos a mil y una noticias todo el tiempo sobre cómo el planeta se destruye por la crisis climática o por las guerras, eso sin contar con que les va a quitar el trabajo la IA y que desde la adultez les tratamos como a idiotas. ¿Quién es realmente el frágil, la que se creía Heidi o el que me pide el móvil?