Lo ha dicho Tomás Pascual: «El niño ha desaparecido». Pascual, presidente de Calidad Pascual, alerta con su rotunda frase de que los niños han disminuido considerablemente y aquí ya no bebe leche ni el gato, que ahora se alimenta de pienso y otras delicias industriales para felinos. Y tiene razón el hombre; entre los niños que son sustituidos por mascotas, los que se lleva por delante el aborto y los que ni siquiera se piensan, resulta que, como quien dice, los que quedan se cuentan con los dedos de una mano. La caída de la natalidad no solo ha golpeado al sector lácteo; también a las escuelas, que cuentan con sillas vacías que esperan a niños que nunca llegarán, y a los jugueteros, y ya hay más peonzas que niños para girarlas. Kafka escribió hace un siglo un cuento breve sobre un filósofo al que le hacía feliz levantar las peonzas del suelo cuando los niños jugaban, porque creía que el conocimiento de las pequeñas cosas, como una peonza, era suficiente para comprender los grandes problemas. Seguramente saber que la faz sonrosada de los niños está borrándose de la sociedad, sea el dato que nos hace entender problemas mayores, como el del envejecimiento de la población, y sospechar sus previsibles consecuencias.
El viejo no bebe leche porque su consumo frecuente se asocia con el deterioro cognitivo, o sea, que si la toma, al cabo de un rato no se acuerda de que la ha tomado, lo cual no es plan, así que, puestos a olvidar, el viejo prefiere el wiski. Ni los niños, ni los gatos, ni los viejos, aquí casi nadie bebe un vaso de leche, casi nadie se da un atracón de leche, como Isabelita, la niña de Bringas, que se atracó de un plato de leche, que le gustaba mucho, escribe Galdós, eran tiempos lejanos, y ahora los niños beben poca leche, porque no hay niños, porque los niños, ha dicho Tomás Pascual, han desaparecido.
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