Inmersos en la Navidad y con el fin de año al caer se suceden los reencuentros de familiares y amigos en los cientos de pueblos que salpican nuestra provincia. Da gusto oír, aunque sólo sea durante unos pocos días, el griterío de los niños por las calles de unos municipios castigados con el silencio más sepulcral durante el duro y largo invierno castellano.
Aquí regresan Navidad tras Navidad. Fieles a su cita. Porque el pueblo une y vaya si une. Así que poco importan los kilómetros que separan Barcelona de Ciruelos de Cervera, Sevilla de Quintana del Pidio o Bilbao de Villanueva de Gumiel. Toda distancia es poca si se trata de gozar y exprimir cada segundo con la cuadrilla de amigos (seas de la generación que seas, desde los 3-4 años hasta que el cuerpo aguante). Porque aquí permanecen las raíces familiares y porque aquí, además, se forjan amistades de las buenas y duraderas.
Y, sobre todo, porque no hay mayor privilegio que crecer con la libertad total que ofrecen los pequeños pueblos. Puede que el termómetro se desplome (por algo estamos en invierno) y que, incluso, llegue alguna nevada (como pasaba antaño por esta época, según repiten de manera incansable los mayores). Pues bien, pase lo que pase, a los más pequeños no habrá manera de meterles en casa. Tampoco a los adolescentes. Porque el pueblo es mucho pueblo.
Es la independencia desde la más tierna infancia, son vivencias únicas, el contacto con la naturaleza, los paseos en bici, salir a la calle en pijama, que el panadero te traiga el pan hasta la puerta de tu casa, el aire puro, la partida de cartas al calor de la lumbre, los chorizos de la matanza... Sí, quien tiene un pueblo tiene un TESORO.