A los que una vez fueron jóvenes, y ya no lo son, les cuesta entender a las nuevas generaciones. Dicen que son un desastre, que no se involucran, que van a lo suyo y que se pasan el día entero pegados al teléfono móvil. También les tildan de quejicas y frágiles. ¿Quién no ha escuchado alguna vez referirse a los jóvenes con el término de «generación de cristal» para describirles con menos capacidad (supuestamente) que sus mayores de enfrentarse a los problemas? 

Según algún que otro adulto, la cuestión es que una buena parte de los veinteañeros y treintañeros no están a su altura. Y es verdad, pero no porque los milenialls y las generaciones posteriores se hallen más abajo sino porque muchos de los que peinan canas se creen que están más arriba. 
Y lo que es peor: no asumen que, antes o después, a todos les llega el momento de dar un paso al lado y dejar que otros tomen las riendas. Por preparación, por buena actitud y por saber estar. Y porque es ley de vida. Lo saben en el ámbito empresarial, en el científico, el médico o el educativo. De vez en cuando hay que abrir la ventana para que entre aire fresco. 

Sin embargo, en el sector político hay quienes, por lo que sea, no lo quieren ver. O, mejor dicho, no les interesa. De ahí la ristra de apoltronados al sillón, al que se aferran sin oficio ni beneficio. Pero, ojo, luego la culpa es de los jóvenes, que no se involucran o que son unos blandos. Huele a hipocresía.