Ahora que el Gobierno ha abierto el debate sobre la calidad de la enseñanza privada universitaria con sus planes para endurecer los requisitos para abrir estos centros o mantenerlos, estaría muy bien que se aprovechara para evaluar las necesidades de las universidades públicas, que claman asfixiadas en el desierto por una mayor financiación desde hace mucho tiempo. Los distintos rectores que ha tenido la Universidad de Burgos desde su creación han hecho de esta reclamación una parte importante de sus intervenciones públicas y en otros lugares la situación es muy parecida o peor. La competencia en educación está en manos de las comunidades autónomas y ya no es que haya distintas sensibilidades hacia la educación pública: es que algunos gobiernos regionales como el de Madrid hacen gala de una indisimulada apuesta hacia la iniciativa privada y un desprecio manifiesto hacia estas instituciones, alguna de ellas bicentenaria.
Hace unos meses me mandaron un vídeo grabado en la biblioteca de una facultad perteneciente a la Complutense. Su autora intentaba estudiar en aquel lugar, pero su concentración prefería irse con las generosas goteras que discurrían a lo largo de las estanterías. No ha llovido poco en Madrid estos últimos días, así que a saber cómo estarán esos libros ahora. El caso es que las aportaciones de la administración a la educación pública, como las de la Sanidad, no deberían servir solo para tapar agujeros, pagar al personal y las facturas de suministros, que en algunos casos ni para eso llegan. Las universidades públicas deberían ser no solo centros de conocimiento; también deberían llevar la delantera en proyectos de investigación e innovación y mantener en sus planes de estudios los grados que -en términos económicos, nunca sociales- son deficitarios porque muy pocos alumnos los escogen. Si no se apuesta por ellas, ese ascensor social del que tanto se habla colgará el cartel de averiado de forma permanente.