¡Qué difícil es celebrar una fiesta en enero en un pueblo! Y, al mismo tiempo, qué importante resulta mantener ciertas tradiciones... justo cuando la despoblación atiza de manera incesante con su látigo, cuando la soledad se recrudece y apenas resisten veinte o treinta personas en una infinidad de municipios de toda la provincia.
Aún con todo, llega San Sebastián, por ejemplo, y resurge la chispa. No fallan los dulzaineros, que se encargan de llevar la alegría a los municipios más pequeños año tras año, fieles a todas las festividades del calendario. Llueva o nieve, ellos amenizan cuerpo y alma. Y vaya si se agradece. Siempre recordaré a Félix cuando me contaba que, hace 40 ó 50 años, estas eran las fiestas grandes de Ciruelos de Cervera, las que disfrutaban de verdad. En aquel entonces solía nevar de tal manera que los músicos se quedaban atrapados, así que los vecinos les daban cobijo y, a cambio, se aseguraban el jolgorio durante unas cuantas jornadas, incluso una semana, hasta que el tiempo diera tregua.
Hoy el panorama ha cambiado... y mucho. No sólo porque apenas nieva sino, sobre todo, porque la población se halla en mínimos. Aquellas jaranas, inolvidables a juzgar por sus palabras, han dado paso a actos mucho más modestos. Ya no es la festividad mayúscula de antaño (para eso hay que esperar al 'invento moderno' del verano), pero se sigue celebrando.
De alguna manera representa la excusa perfecta para volver al pueblo, aunque sea durante unas pocas horas, y que así cada cual se reencuentre con los suyos. Y eso ya es mucho. A veces nos empeñamos en hacer grandes planes y no nos percatamos de que bailar o ver bailar una jota con el termómetro hundido levanta el ánimo a cualquiera. También escuchar las dulzainas y tambores por nuestras calles. O tomar un vino al calor de la estufa en la cantina. Ya ven, pequeñas cosas con mucho valor.