El otro día mi coche frenó de forma imprevista en medio de un jaleo de luces rojas, pitidos, mensajes y apretones de cinturón porque, por su cuenta, creyó que yo no había visto algo que se movió en las inmediaciones y que interpretó como un peatón… inexistente. Tardé en recuperarme del susto, pero el mosqueo de tener un coche con vida propia me va a durar algo más. No sé cuántas sorpresas más me tendrá reservadas.
Lo conecto con una entrevista que leí hace días en la que un científico recién premiado decía que no deberíamos sentirnos muy amenazados por la Inteligencia Artificial (IA) siempre que se desarrolle y utilice de forma adecuada… pero que si no se aplican criterios éticos en los avances y una vigilancia estricta en sus aplicaciones entonces los problemas crecerán sin límite. Casi entro en pánico conociendo la voracidad de las compañías que están detrás de las investigaciones y la falta absoluta de control externo a la hora de sazonar con IA las aplicaciones.
A diario vemos cómo la máquina es capaz de imitar, suplantar, la voz y la imagen humanas con tal perfección que ni siquiera el suplantado puede distinguir lo cierto de lo falso. También es capaz de construir un discurso coherente con la personalidad del suplantado. Aterrador. Y lo peor es que no creo que nuestra sociedad tenga la menor opción de evitarlo. No veo posible poner puertas al campo.
Las nuevas tecnologías son tan fascinantes que nos convierten en papanatas que bajamos la guardia irremisiblemente de tal forma que se cuelan en nuestras intimidades haciéndonos sentir superiores porque nuestro móvil es capaz de buscar billetes baratos de avión a una velocidad estratosférica al tiempo que hacemos unas fotos maravillosas que podemos retocar con efectos especiales sin límite mientras nos hace un electrocardiograma que reporta a un médico virtual en tiempo real sin que tengamos que interrumpir la sesión de running. ¡Una locura!
Y nos sentimos bien a pesar de que sabemos que la búsqueda del billete, las fotos y el electro van a caer seguro en manos desconocidas que explotarán en su beneficio, pero lo obviamos sin querer recordar que hace años le piratearon el móvil al mismísimo Bill Gates o, hace menos tiempo, a nuestro presidente del Gobierno. No hace falta añadir mucho más. Habrá que pensar en reiniciarnos en el tam tam.