De vez en cuando los políticos nos las ponen a los opinadores como le ponían las bolas del billar a Fernando VII. «Nadie me obliga a irme, es una decisión personal», dijo Luis Tudanca el día que confirmó que no se presentaría a la reelección como secretario general del PSOE de Castilla y León. Algo similar dijo su camarada Juan Espadas, quien también tuvo que olvidarse de sus intenciones de seguir mandando entre los socialistas andaluces. A raíz de esa «decisión personal» comenzaron a surgir los malintencionados que colocaron el sujeto en Pedro y no en Luis o en Juan. Los dos eran sanchistas convencidos, y los dos van a tener que hacer mutis por el foro porque así lo ha decidido Sánchez. 

Es un lugar común afirmar que la política actual es una trituradora de picar carne. Son muchos los ejemplos de líderes emergentes que venían a comerse el mundo, pero que en estos momentos se tienen que conformar con ejercer de tertulianos o buscarse la vida en otros negocios en los que puedan seguir demostrando sus capacidades de liderazgo. El triunfo del dedazo de Ferraz en Castilla y León y en otros territorios, donde los aspirantes a rivalizar con el credo oficial han sido laminados, pone de manifiesto que los partidos siguen siendo lo que siempre han sido. Esas apelaciones a la militancia, a las bases, a la democracia interna no son más que paparruchas. Sirven para adornar discursos o mítines, pero terminan siendo más falsos que Judas. 

A estas alturas, los aparatos, además de tener muy controlados a los posibles versos sueltos, tienen también muy amarrados los órganos intermedios. La discrepancia, el debate, el contraste de opiniones, en definitiva, ha pasado a mejor vida en la vida interna de las formaciones políticas. Por mucho que se desprecie a líderes como Trump, o incluso a Putin, la tendencia de muchos mandamases europeos parece ir por el mismo camino. Se impone la autocracia. Ya no es solo que el que se mueva no sale en la foto, es que se está acabando con la capacidad de movimiento.