Uno de estos días cierra el estanco del Espolón tras setenta años de tabaco y sellos, de sellos y tabaco. El estanco, ya saben, está en el portalón de la casa de la marquesa de Vilueña, que, dicen, tuvo un pasadizo hasta los jardines del Teatro Principal, donde se escondieron los restos del Cid a comienzos del XIX. Vaya usted a saber. En lugar de un zapatero remendón, que es más prosaico, en el portal de la marquesa se instaló en 1954 una expendeduría de tabacos, aunque el personal, que tiende a hacerse un nudo en la lengua con palabras de tanto engolamiento, lo ha llamado estanco, como a todos los demás.
-Voy a comprar tabaco a la expendeduría del Espolón.
-¿Al estanco dices?
-Mismamente.
En uno u otro lugar, siempre ha habido estanco en el Espolón, incluso con limpiabotas, porque ambos servicios han ido juntos en estancos y cafés de postín, tal vez porque los dedos teñidos unen mucho y el cliente los tenía amarillos por la nicotina y el limpia, negros del betún. En aquel entonces los fumadores se quejaban de la mala calidad del tabaco y de que los alquitranes y baladres llevaban al camposanto a muchos: Murió Jorge Blanco/ al fumar un cigarrillo del estanco/ y sobre el mármol escribió su yerno;/ «Murió por la estricnina del Gobierno». Ahora es el propio Gobierno el que avisa de la ponzoña del tabaco, lo cual no cambia mucho las cosas, porque el fumador empedernido sigue fumando y que sea lo que Dios quiera:
-Voy a comprar tabaco al estanco del Espolón.
-Fumar mata.
-Mismamente.
Cierra el estanco del Espolón después de setenta años de sellos y cigarros, de cigarros y sellos, y no faltarán lágrimas; los fumadores son así: Yo he visto a un hombre llorar/ a la puerta de un estanco/ que también los hombres lloran/ cuando no tienen tabaco.
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