Burgalés, mala res. Ya disculparán ustedes que comencemos estas líneas faltando, pero el refranero es inmisericorde con los nacidos en Burgos y nos insulta impunemente con ese refrendo de sabiduría popular del que goza.
Heridos en lo más profundo por el rejonazo, nos asomamos al espejo de Internet, y, remedando a la madrastra de Blancanieves preguntamos quién es el más guapo del reino, por ver si los burgaleses tenemos alguna opción, pero el espejo -malditos espejos-, nos devuelve un claroscuro, nos da una de cal y otra de arena: «Los burgaleses son taciturnos, serios, reservados, muy reflexivos, lentos en el obrar, de costumbres sencillas, ingenuos, sin artificios, corteses, con nobleza y sin afectación, viven aislados y se comunican poco entre sí y mucho menos con los extranjeros». Vaya por Dios; huraños y simplones, aunque de buen corazón. Algo hemos mejorado, aunque no es para tirar cohetes.
La imagen que uno tiene de sí mismo puede diferir de la que tienen los demás, y la de los burgaleses nos la van dando cada sábado los extranjeros que viven en Burgos y pasan por la contraportada de este diario contando cómo nos ven, cómo somos, aunque tampoco hay que creerse todo lo que se dice en los periódicos, ya saben ustedes. Llegados a este punto, no sabemos si el corazón del burgalés es cálido o responde al tópico de los hijos del frío, incluso ahora, que ya no habitamos en el frío, ahora que no hace frío ni en noviembre, aprovechemos el otoño/ antes de que el invierno nos escombre, escribió Benedetti, ya no es frío el otoño burgalés y tal vez tampoco lo sea este invierno, tal vez no haya escarcha, ni silencio blanco, ni pájaros ateridos, ni vaho en el cristal de la mañana, no sabemos cómo será el invierno y tampoco sabemos cómo somos; solo sabemos que arrastramos el sambenito de ser ariscos y huidizos, y que el refranero no nos quiere ni en pintura, ni amigo burgalés, ni cuchillo cordobés. ¡Ay!, el refranero.
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